Los misioneros no buscan mejores hospitales: «Somos presencia de Jesús en su pueblo»
Ana Palma, servidora del Evangelio de la Misericordia, cuenta cómo es su día a día después de que el confinamiento por la pandemia de COVID-19 las haya obligado a cancelar todas sus actividades con unos jóvenes con los que tampoco pueden comunicarse por móvil o redes sociales
Cuando en la isla de Luzón, en Filipinas, se decretó el confinamiento ante la pandemia de COVID-19, el 16 de marzo, la comunidad de las Servidoras del Evangelio de la Misericordia de Dios se plantearon qué hacer. En Malasiqui, la localidad de 130.000 habitantes donde viven, al norte de la isla, las clínicas iban a cerrar y el único hospital queda a una hora. Les preocupaba el nivel de atención médica, y el hecho de que si una enfermaba iba a estar totalmente sola en el centro médico.
Podrían haberse desplazado a Manila, a cinco horas; o incluso plantearse intentar regresar a sus países. «La gente nos preguntaba si nos íbamos a ir», cuenta Ana Palma. «Pero hemos hecho la opción de quedarnos, siendo esa presencia de Jesús en medio de su pueblo. La vida de los misioneros es estar en las buenas y en las malas».
En su zona no hay demasiados casos. De momento, la provincia de Pangasinan apenas roza los cuarenta entre tres millones de habitantes. Los contagios empezaron a partir de personas que, justo antes del confinamiento, regresaron desde la capital. «El crecimiento es muy lento, aunque las cifras son relativas. Corresponden solo a personas que se han hecho el test. Los resultados tardan seis días, y hay personas que fallecen antes de recibirlos». Otras, aunque presentan síntomas, pasan la enfermedad en casa sin hacerse prueba.
Un día a la semana para la compra
Esta aparente lejanía de la amenaza contribuyó a que «al principio costara más entender la necesidad del confinamiento —reconoce la misionera española—. Aquí el clima es fantástico y la gente de repente se encontró sin nada que hacer». Con el tiempo se ha ido tomando conciencia de la gravedad del asunto, y se están siguiendo las normas de forma «bastante estricta».
El centro de Malasiqui está cerrado totalmente, solo se puede acceder para hacer la compra, y solo un día a la semana: el que se ha asignado a cada barrio. Hay puestos de control de la Policía donde se comprueba que la gente usa mascarilla, y se le desinfectan las manos. «La gente es muy paciente y tiene mucho aguante, son capaces de estar cinco horas haciendo cola sin quejarse», comparte Palma. Eso sí, «los domingos sí puedes ver algunos grupos de familias que se juntan para comer. Es inevitable».
Comida contra la desesperación
En su opinión, un elemento fundamental en que se esté guardando relativamente el aislamiento es que los vecinos ven que se están intentando poner soluciones a la situación de extrema necesidad en la que los ha dejado el tener que dejar de trabajar. «El Ayuntamiento ha hecho dos repartos de arroz, que la gente completaba con papaya verde y unas hojas muy nutritivas que cogían de los árboles. El obispo ha hecho una donación de alimentos muy grande».
La semana pasada, Palma y sus hermanas repartieron bolsas con latas de sardinas, otras de carne, jabón y lejía. Lo hicieron casa por casa, para evitar las aglomeraciones. «En Manila hubo problemas porque en algunos repartos de alimentos la gente se agolpaba mucho», y se produjeron casos en los que la Policía los dispersó a la fuerza. «Están desesperados», explica la servidora del Evangelio de la Misericordia.
De profesoras y catequistas a alumnas
Debido al confinamiento, las misioneras ha tenido que paralizar totalmente su principal tarea, que es la pastoral con jóvenes tanto por medio de reuniones, reuniones y convivencias, como dando clase de Religión en un instituto de 5.000 estudiantes. «A diferencia de otros países, no podemos comunicarnos mucho con ellos a través de las redes sociales o Internet. Tienen móvil, pero no dinero para permitirse una buena conexión de datos. Casi ninguna casa tiene wifi, en la nuestra apenas la pusimos en enero».
Han cancelado todas las actividades previstas para las vacaciones que empezaban ahora. También tuvieron que renunciar a los encuentros de Semana Santa y Pascua. «Pero fue bonito —cuenta Palma—. Nosotras solíamos hacer con los jóvenes un via crucis viviente. Gustaba mucho, venía incluso gente de otros barrios. Este año lo que han hecho los sacerdotes ha sido pasar con una cruz cargada en el coche, poniendo música y bendiciendo los altares que ponía la gente a la puerta de sus casas. El Domingo de Resurrección hicieron lo mismo, bendiciendo con el Santísimo y asperjando con agua bendita».
Con todo, ella y sus compañeras no están ociosas: además de sus ratos de oración, están haciendo un curso online de uso de los medios de comunicación social y dando clases (también virtuales) de tagalo, para mejorar su manejo del idioma. Además, «hemos invitado a todas las familias a rezar juntas el rosario a la misma hora, las ocho de la noche. Y nosotras también lo rezamos».