Hay dramas que permanecen ocultos tras la apariencia humilde e inocente de gente sencilla. Existen pobrezas latentes que no hacen ruido, se sufren en silencio. Solo de vez en cuando se destapan y nos provocan sonrojo y compasión.
Me contaba un voluntario –Félix– que el primer día que vino a ayudar al comedor social se quedó de piedra. Él trabaja en una sucursal bancaria de Puente de Vallecas, siendo el director. Cada día pasaba cerca de la parroquia para ir al trabajo y observaba la fila de gente esperando el reparto de alimentos. Les preguntaba qué hacían allí, formando aquella fila tanto tiempo. Las mujeres le contaban sus necesidades y sus historias.
Así conoció la parroquia. Con esa información directa, a pie de calle, sin necesidad de consultar nuestra página web, se presentó como voluntario para ayudar, pues no necesitaba más explicaciones. Le ofrecimos que colaborase en repartir comida en uno de los turnos de la tarde.
En su primer día llegó una mujer que desconocía el funcionamiento del comedor y se presentó con una bolsa de plástico en lugar del recipiente habitual. No tenía ninguno en casa. Aquel día se repartían macarrones con tomate. Félix no sabía qué hacer, porque no quedaba ningún tupper en el comedor. Ella insistía: «Échelo aquí, no pasa nada, que en mi país comemos hasta en hojas de plátano», pero él estaba confundido ante esa miseria.
La gente esperaba impaciente en la fila. Al final, sirvió los macarrones para sus hijos en la bolsa de plástico. La imagen de la pasta en el fondo de aquel improvisado envase se le quedó grabada y no se le iba de la cabeza. «Tal indignidad no puede suceder en un país como España», pensaba mientras seguía sirviendo.
Al terminar se fue a comprar un montón de tuppers, por si acaso. Se fue hecho polvo, Una vez en su casa se le caían las lágrimas cuando lo recordaba, mientras se lo contaba a su mujer. Por supuesto que, posteriormente, Félix logró que su banco se implicara en donaciones habituales al comedor.