El domingo pasado se celebró el veinticinco aniversario del asesinato de los jesuitas de El Salvador. Ocurrió todo en la madrugada del 16 de noviembre de 1989. Seis jesuitas, profesores de la Universidad Centroamericana José Simón Cañas, de San Salvador, fueron asesinados (Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Amando López y Juan Ramón Moreno). También un salvadoreño, Joaquín López, y las mujeres Julia Elba, trabajadora de la Universidad Católica, y su hija, Celina Ramos.
Tuve el honor de conocerlos bien un año antes de que los mataran. Estuve hospedado en la Embajada de España en San Salvador varias semanas, y todos los domingos la comunidad de los jesuitas venía a cenar. Recuerdo que una de esas noches hablaron, uno a uno, de su sentir al saberse amenazados de muerte desde hacía años. Yo no fui capaz de pronunciar palabra alguna, porque me parecía estar ante una especie de anticipada acta de martirio: fe inquebrantable, certeza de estar haciendo la voluntad de Dios para ellos en su misión en la Universidad, y determinación a no pedir volver a España, que era lo que pedían los amenazadores, aunque estuviera en peligro su vida.
Al año siguiente, hubo cambio de embajador español en El Salvador, y cuando la amenaza se manifestó como inmediata, el segundo embajador no quiso darles asilo, porque, aunque todos eran nacidos en España, se habían nacionalizado salvadoreños. Nuestro embajador prefirió que fueran asesinados a tener un pequeño disgusto diplomático.
Los asesinos, que fueron ministros de Defensa salvadoreños (uno antes y otro cuando fue dada la orden), aún no han sido juzgados, y han pasado veinticinco años.
A los jesuitas de El Salvador se les mató por dos razones: una próxima y otra remota. La próxima fue la publicación, en el humilde boletín universitario, de un artículo denunciando la conculcación de los derechos humanos por parte del Ejército. La remota, de más peso porque fue la constante de las amenazas desde hacía años, que algunos jóvenes de las 14 familias que aglutinaban el 95 por ciento de la riqueza del país, estudiando con los jesuitas, habían leído en el Evangelio que los pobres y míseros salvadoreños eran tan dignos como ellos.
Los profesores de la Universidad Centroamericana (UCA), sabiéndose llamados a una vida de entrega total a la Iglesia, vieron, con Dios y desde Dios, el dolor de su pueblo, las injusticias, las atrocidades, las hambrunas, el mundo de la marginación y de la insolidaridad, los infiernos de la opresión y de la miseria. Compartieron la vida de los pobres, ayudándoles al despertar de su dignidad, y fueron entre ellos semilla de paz, hasta dar la vida.
Como tantos otros miles de mártires de la Iglesia de hoy, la opción por los pobres, en el seguimiento de Jesucristo, les costó la vida.