Los espíritus inmundos gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios», pero él les prohibía que lo diesen a conoce - Alfa y Omega

Los espíritus inmundos gritaban: «Tú eres el Hijo de Dios», pero él les prohibía que lo diesen a conoce

Jueves de la 2ª semana del tiempo ordinario / Marcos 3, 7-12

Carlos Pérez Laporta
'Jesús predicando en el mar de Galilea'. Grabado de la Colección Phillip Medhurst de ilustraciones bíblicas. St. George's Court, Kidderminster, Inglaterra
Jesús predicando en el mar de Galilea. Grabado de la Colección Phillip Medhurst de ilustraciones bíblicas. St. George’s Court, Kidderminster, Inglaterra. Foto: Philip De Vere.

Evangelio: Marcos 3, 7-12

En aquel tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del mar y lo siguió una gran muchedumbre de Galilea.

Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, de Jerusalén, Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón. Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una barca, no lo fuera a estrujar el gentío.

Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo. Los espíritus inmundos, cuando lo veían, se postraban ante él, y gritaban:

«Tú eres el Hijo de Dios».

Pero él les prohibía severamente que lo diesen a conocer.

Comentario

Buscaba un lugar solitario donde reposar. Por eso, «Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del mar». Los que hemos vivido y crecido junto al mar, necesitamos volver a él de tanto en tanto. Nos permite recuperar el sentido de la tierra, y de todo lo que hacemos en ella. El mar es nuestro horizonte, porque nos rodea con su undoso misterio. Gracias mi a madre tomé conciencia de esa amistad con el mar: «cuando tengo dudas —me dijo cuando yo tenía diez años— me basta con venir a ver el mar, porque habla de un Dios bueno que ha hecho un mundo hermoso; entonces puedo confiar». Desde entonces, nunca me ha abandonado esa certeza del misterio bueno de Dios, pasase lo que pasase. Y me basta mirar de nuevo el mar para revivirla. No me extrañaría que Jesús y María hubiesen tenido una conversación así, y mucho menos que esa preferencia de Jesús por reposar junto al mar fuese por esa relación sanadora con el misterio.

Aquella vez no encontró soledad, porque «lo siguió una gran muchedumbre de Galilea» y, por si fuera poco, «al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, Jerusalén, Idumea, Transjordania y cercanías de Tiro y Sidón». Toda aquella gente pensó que en aquellos milagros encontrarían la paz. «Todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo». Pero quizá les hubiera bastado con aprender a mirar el mar como lo miraba Jesús. Quizá hubiera sido suficiente con contemplar el reflejo del mar en sus ojos para reconciliarse con sus vidas, por duras que fueran. Allí brillaba el misterio de Dios y la bondad secreta del mundo. Sus discípulos pudieron contemplarlo de cerca muchas veces. Pudieron ver que esos instantes de relación con el Padre recuperaban a Jesús de su cansancio, y le daban seguridad ante las tempestades.