Este viernes se estrena la película británica Los dos Papas del cineasta brasileño Fernando Meirelles (un Óscar para El jardinero fiel y cuatro nominaciones por Ciudad de Dios), cinta que llegará a Netflix esta Navidad. La cinta ficciona la supuesta relación entre el cardenal Bergoglio, arzobispo de Buenos Aires, y el Papa Benedicto XVI a principios de esta década que ahora termina. El núcleo del filme se refiere a un viaje que el obispo argentino realiza a Roma para pedirle al Papa que acepte su renuncia por edad. Varios días viviendo con Benedicto XVI en sus dependencias personales conseguirán que nazca entre ellos una profunda amistad y que se revelen mutuamente dolorosos secretos.
Esta curiosa y costosa producción de Netflix cuenta con dos grandes de la interpretación: Anthony Hopkins, en el papel de Benedicto XVI, y Jonathan Pryce, en el de Jorge Bergoglio. La película, muy entretenida y emotiva, sería una gran obra sino tratase de personas reales y vivas, de sobra conocidas, y cuyas acciones y pensamientos están sobradamente documentados. Porque el hecho es que se separa tanto de la realidad que va incluso más allá de la caricatura. Especialmente en el caso de Benedicto XVI, completamente irreconocible en su versión cinematográfica.
El guion de Anthony McCarten se basa en el inextirpable esquema viejuno de conservadores-progresistas, inmovilistas-reformistas. Benedicto XVI encarnaría la versión más primaria del primer polo, obsesionado con el matrimonio de los homosexuales, la comunión de los divorciados, y con mantener ciertas costumbres formales. El cardenal Bergoglio, la versión más simpática del segundo: es todo espontaneidad, amigo del pueblo, sutil, cercano, agudo, humilde, moderno, bailarín y cantarín. Es decir, estamos ante una película con un antagonista y un protagonista, un malo y un bueno, aunque ambos sufren un arco de transformación que los irá acercando poco a poco. Este esquema bipolar se favorece subrayando algunos aspectos personales de los personajes, que en el caso de Benedicto XVI no tienen ninguna relación con la realidad. La finura teológica de Ratzinger, su talante intelectual abierto y dialogante, su exquisita sensibilidad y su refinada educación, se convierten en el filme en tosquedad teológica, impertinencia, brusquedad en el trato, desprecio general a la modernidad y apego irracional al pasado. La cordialidad amistosa de obispo alemán se transforma en una carencia de amigos y soledad rancia («he estado solo toda mi vida»). Lo único que ofrece de él una imagen más humana es su afición a tocar el piano, aunque se caricaturiza su incapacidad para entender la música pop. De Bergoglio probablemente sí se ha hecho un retrato mucho más cercano a la realidad, aunque seguramente exagerado. De esta manera, se propone un tratamiento deliberadamente asimétrico para forzar la realidad a someterse al esquema ideológico previamente descrito.
Por otra parte, la película interpreta de forma inaudita la renuncia de Benedicto XVI, al atribuir a que sufre un silencio de Dios la decisión histórica del Papa. Se ignoran completamente las razones que Benedicto dio sobre la misma.
Toda la parte final es muy bonita y emotiva, pero inverosímil y elaborada con mimbres falsos. El trasfondo de ese tramo es más o menos que Ratzinger queda seducido por la humanidad vitalista de Bergoglio, como si viera en el argentino lo que él nunca tuvo. En definitiva, si no tratara de personajes reales, estaríamos ante una cinta emotiva, simpática y humana, sobre un cascarrabias que se humaniza y es capaz de tomar una decisión que le redime de su pasado. Pero tratando de lo que trata es completamente inasumible como película basada en hechos reales.
Fernando Meirelles
Reino Unido
2019
Drama
+7 años