Una JMJ huele, se toca, se ve, se oye y sabe. La JMJ huele. Huele a juventud, y uno respira ilusiones, proyectos, alegrías —y tristezas, que también las hay por muy jóvenes que sean—. Uno respira vida, que les llega, y ellos lo saben, de la Vida. Pero quieren más, y por eso están aquí, para ese encuentro personal con Jesucristo. La JMJ, en Lisboa, huele un poco a mar. O nos ilusionamos con eso, que también podría ser.
La JMJ se toca. En el abrazo de la paz durante las Eucaristías, en la mano que te da las gracias después de una entrevista que, al final, a quien más edifica y vivifica es al entrevistador. Son jóvenes, pero nada frívolos. En la JMJ se toca el sacrificio y la incomodidad. Como la de dormir en el suelo de polideportivos con otras 400 personas y solo dos baños. Pero en la JMJ se toca también la alegría. Se tocan las palmas. Se palpa la profesionalidad de los numerosísimos agentes de la Policía portuguesa que velan por la seguridad. Y se palpa generosidad de los 25.000 voluntarios registrados.
La JMJ se ve. Es, de hecho, un espectáculo visual. Cientos de miles de personas reunidas en un mismo espacio. Todas las banderas del mundo están en Lisboa —excepto la de Maldivas, único país sin representación—. Allá donde vayan, los jóvenes lo hacen con su bandera. Se ven grupos que andan ágiles; otros, que esperan. Algunos van uniformados, como los scouts. Otros llevan camisetas diseñadas para la ocasión. Los de más allá utilizan pañoletas para reconocerse y no perderse. Se ven colores diversos y formas distintas: tonos de piel, rasgos faciales. Se ven los periódicos, que anuncian la llegada del Papa. Se ven las televisiones, que informan. Se ve la catolicidad de la Iglesia en un autobús al que se suben cordobesas y eslovenos. «Todos como hermanos para proclamar nuestra fe en Jesucristo».
La JMJ se oye. Se oye el silencio de los que se recogen en su interior. Se oyen los aplausos, los gritos de saludo al Papa al paso de su coche. Se oyen también los gritos de alegría cuando peregrinos amigos se encuentran. Y los de aquellos que se llaman para no perderse en las grandes aglomeraciones. Se oyen los cánticos propios de los países, «que viva España» entre ellos, y también las músicas más actuales. Se oyeron alabanzas a Dios en el festival Caminos de Juventud de los españoles en Estoril. Se oye el órgano del monasterio de los Jerónimos, donde el Papa reza las vísperas con obispos, sacerdotes, diáconos, consagrados, seminaristas… Se oyen los ukeleles de la Misa de apertura y se oyen los yembés de los jóvenes mientras caminan por la calle. En la JMJ se oye a Dios en su misericordia. «Este es mi cuerpo». «Yo te perdono». Y se oye el cántico que acompaña a todas las JMJ desde el comienzo: «Esta es la juventud del Papa». En español, siempre. Como desde hace más de 30 años.
Y la JMJ sabe. Sabe a comida rápida, la que los jóvenes reciben en muchos de los establecimientos adheridos. Pero también a comida lenta, aquella que les han preparado con todo el cariño las familias en las que han estado alojados durante los Días en las Diócesis. La JMJ sabe a Dios, en su cuerpo entregado en las Eucaristías. Las más multitudinarias y las más reducidas, que Jesucristo se hace presente en todas ellas, y para todos. Sabe a vidas entregadas, las de sacerdotes, seminaristas, catequistas, religiosos, que acompañan a los grupos. Sabe al café fortísimo del centro de prensa y al agua pura, esa que representa, en forma de cascada, el escenario de la Colina del Encuentro para los actos principales. Con telas azules color de la Virgen Inmaculada, con un altar en forma de barca y una sede episcopal a modo de vela. La barca de la Iglesia. La JMJ sabe a Iglesia. A Iglesia universal. La JMJ sabe a Verdad. Hay todo de auténtico y verdadero en estos jóvenes de Lisboa.