Las personas más grandes, las que llegan a comprender el mundo más allá de su superficie son aquellas que comprenden que solo en lo sencillo encontrarán la inmensidad. Entre este elenco de afortunados se encuentra Lolo, el beato Manuel Lozano Garrido (Linares, 1920-1971).
Lolo, un santo a raudales, un periodista y escritor de pura raza, supo engarzar la complejidad de la vida con la necesidad de mirar permanentemente a lo alto. Toda su trayectoria como profesional del periodismo está enmarcada en esa constante en la que su máquina de escribir se convertía al tiempo en soporte de la cruz de Cristo y en vocero de su mensaje. Es esa catequesis que él era capaz de extraerle a la vida cotidiana.
Cuando se cumplen 45 años de su dies natalis, nos llega la hermosa sorpresa de una nueva publicación de este autor incansable que jamás cedió al empuje de su enfermedad paralizante. Es un libro que se quedó a las puertas de la imprenta allá por 1960, con su nihil obstat ya incluido. De lo que pasó no se ha podido saber nada. Allí quedó el texto hasta que apareció de nuevo, entre los muchos recuerdos que su hermana Lucía, su mano derecha, dejó tras de sí al fallecer. Pero hoy los Amigos de Lolo, que lo han puesto a la venta a través de su web, nos ofrecen la posibilidad de leerlo, rezarlo y vivirlo.
Lolo vuelve a hacer de las suyas en esta obra. Y las suyas consistían en demostrar, con una prosa bien elaborada y armónica, marcada por los ejemplos cercanos y realistas, que Dios se esconde allí donde menos nos lo esperamos, en eso que nos ha tocado vivir y que se compone de días enlazados con sus noches. Días y noches que necesitan de la Gracia venida de arriba para poder ser vividos.
De ahí que lo titulase Las siete vidas del hombre de la calle: una llamada persuasiva, una invitación a que todos los que nos sentimos así, en medio del mundo, personas normales y corrientes, nos sepamos invitados a participar de este paralelismo que Lolo nos propone. Tras cada vida, un sacramento; tras cada sacramento, una realidad palpable.
Porque para Lolo la fe no podía serlo si era ajena a la existencia. Él, que no pudo separarse de su sillón de ruedas; él, que solo visitaba los sagrarios con la imaginación, desde las cuatro paredes que le servían de alcoba, comedor y despacho; él experimentó de un modo inigualable que el poder de los sacramentos empapa cada minuto de vida.