«Ni canta ni baila, pero no se la pierdan». Con ese inolvidable titular del New York Times, que quería ser todo un piropo, arranca la docuserie sobre Lola Flores que se acaba de estrenar en Movistar+. Cuatro episodios de una hora de duración cada uno, dirigidos por Israel del Santo, en los que se trata de acercar la figura de la Faraona a las generaciones que solo han oído hablar de ella; que saben, tal vez, que su hija Rosario es coach de La Voz, o que su sobrino Quique Sánchez Flores entrena al Getafe en Primera División.
27 años después de su muerte, a la artista total que fue Lola Flores se le puede hincar el diente casi por cualquier parte. El orden de factores no altera el producto, como dice su hija Lolita nada más comenzar el documental, en el que, comparándola con raperos actuales, y con voces como las de Rosalía o C. Tangana, se nos presenta una suerte de Lola 3.0. que pueden disfrutar hasta aquellos que no sean muy copleros.
Lola es un prodigio técnico, maneja la abundante documentación que hay en los archivos de manera extraordinaria, y le pone color a la España en blanco y negro, dejándonos claro desde el inicio que a Lola Flores no podemos encasillarla en una época, porque es inmortal, a la manera en la que pueden serlo los grandes artistas. Ese, quizás, es el mayor empeño del audiovisual, que no pierde ocasión para arrimar la figura de Lola Flores a los tópicos más políticamente correctos del momento. Aun así, a poco que peinen alguna cana, se les van a ir los pies y las manos, van a aprender muchas cosas, y se van a sorprender tarareando «qué tiene la Zarzamora».
Parafraseando las míticas palabras de Lola Flores en la boda de su hija Lolita, la quieran o no la quieran, no se vayan.
Merece la pena, penita, pena.