Hace ya algún tiempo y no en un ocasión, sino en varias, a lo largo de esas extensas sobremesas con las que Alfonso Coronel de Palma regaba la amistad de los suyos, hablábamos sobre las lecciones que cada uno va acumulando día tras día tanto en la experiencia de la Iglesia como de la sociedad española. Alfonso, como siempre, escuchaba. Y como solía ser característico en él, cuando los demás nos entregábamos al fango de lo accidental, llegaba con cierto aire de despiste y desaliño y levantaba la conversación hacia el ideal, hacia lo que estábamos olvidando, hacia lo que de verdad importa.
Alfonso Coronel de Palma, aquel joven presidente de la Asociación Católica de Propagandistas que puso en marcha el Congreso Católicos y Vida Pública, la más importante iniciativa de «ecumenismo intracatólico» —como le gustaba decir— de la historia reciente; aquel hombre apasionado del derecho y entregado con no menos pasión a un trabajo en el que no confundía la ley con la justicia; aquel padre ejemplar de familia y esposo no menos ejemplar, de religiosidad recia cuyo argumento de autoridad no pocas veces consistía en citar algo que le dijo su padre o su madre; aquel hombre que quiso llevar adelante el concepto de empresa de Ángel Herrera Oria contra viento y marea; el amigo Alfonso, cuyo virtud no pocas veces consistía en sorprendernos con sus apreciaciones, su pasión por las cosas pequeñas, se nos ido. De repente. De forma inesperada. Su hora, esa hora que está escrita en el libro de la vida que desconocemos y que Dios custodia en su sabiduría, le había llegado.
Desde que tuvimos conocimiento de la muerte de Alfonso, se han sucedido palabras, mensajes, conversaciones, que no pocas veces tenían la pretensión de acallar la misma pregunta, la pregunta de siempre, la única pregunta. Me atrevo a profanar el santuario de la intimidad de esa querida familia y espero que Merche, su mujer, me lo perdone.
El domingo anterior, en la comida familiar, de la familia extensa, salió el tema de la muerte. Y Alfonso, que solía sorprender incluso a los suyos, dijo algo así como que él estaba preparado y que si no lo pensaba era por sus hijos y por su esposa. Como buen hijo espiritual de san Ignacio, formado en la escuela del Padre Ayala, esa era siempre su ventaja. Estaba preparado interiormente en la voluntad de Dios, que, al fin y al cabo, es lo que nos justifica. En su corazón, tan grande como él, tan generoso como su sentido de la amistad, no cabía el rencor, el engaño, la mentira, el dolo. Su corazón era su conciencia y su conciencia estaba pegada a su corazón.
Durante estos días he pedido a Dios la gracia de poder deleitarme en la amistad de Alfonso, en los recuerdos, en sus palabras, en sus consejos, en sus silencios, que ahora se prolongan. Deleitarnos en la amistad de Dios, y de los amigos, es siempre una gracia. La deslealtad, la distancia calculada es el pecado. Eso me lo enseñó Alfonso. Gracias, Alfonso.