Lo que adoráis sin conocer, eso, ¡yo os lo anuncio! - Alfa y Omega

Alrededor del año 50. Pablo ha dejado a Silas y Timoteo, compañeros en esa primera misión a los gentiles en Berea, en la Macedonia romana, y ha llegado por barco a Atenas. Me gusta imaginarme a Pablo, solo, que pasea curioso por las calles de esa ciudad que en el pasado había sido rica y esplendorosa e incluso, durante un tiempo, la mayor potencia de toda Grecia; que había sido cuna para una literatura de hondura extraordinaria; que había hospedado en sus edificios las grandes escuelas filosóficas de la época.

Pablo es judío y se ha encontrado con Jesucristo: Él mismo ha salido a su encuentro, camino a Damasco, y lo ha hecho apóstol de los gentiles, de los que no han recibido ninguna revelación, ninguna profecía, ninguna ley que les haya podido preparar al encuentro con la Verdad. Con estos pensamientos me imagino a Pablo, que pasea por las calles de Atenas, escudriñando a todos los particulares que puedan revelarle algo de ese pueblo e indicarle cómo descubrir el buen anuncio que va a darles. Y, así, lo veo pararse de repente ante ese altar que lleva la inscripción «Al Dios desconocido» y encontrar la clave para su anuncio. «¡Atenienses! Lo que adoráis sin conocer, eso, ¡yo os lo anuncio!».

Pablo confía en la capacidad de los hombres de reconocer a aquel Dios que quiere darse a conocer y que lo hizo ante todo en la creación, signo de Aquel que la creó —que «desde la creación del mundo se manifiesta a la inteligencia a través de sus obras» (Rom 1, 20)— y limitada en tiempo, espacio, capacidad y posibilidad para que los hombres «a tientas lo buscasen y lo hallasen». De ahí que el apóstol no tendrá miedo de exhortar a los recién convertidos tesalonicenses a abrir su razón a todo hasta llegar a la verdad: «Examinadlo todo, quedaos con lo bueno» (1 Ts 5, 21).

En Pablo, en Lucas —quien, en Hch 17, 22-34, relata el episodio— y en tantos cristianos he visto esta mirada simpática para con los que no creen en Dios porque no le conocen, conocen de Él una imagen distorsionada o han oído hablar de Él pero no lo han encontrado o no se han dejado encontrar. Pablo habla a los atenienses no como incrédulos, sino como creyentes que han intuido la existencia de Dios; que mirando el mundo, de ese Dios han sabido conocer algunas cosas; creyentes que, seguros de que Dios existe, como pueden, lo buscan.

Y creo que el mundo de hoy es muy parecido a ese con el que Pablo se encontró. Creo que hoy también hay muchos que intuyen la existencia de Dios, que saben reconocer algo de Él, aun sin poder (o querer) ponerle nombre. Y sin duda todos, seguros de que Dios existe o necesitados de que Dios exista, como podemos y, a veces sin saberlo, lo buscamos.

Creo, pues, que para quienes vivimos en la sociedad de hoy, conocer ese mundo gentil puede ser una ocasión también de conocer más al pueblo a nuestro alrededor, que busca a Dios sin conocerlo y, a veces, sin saberlo. Los griegos, en efecto, han tenido una gran lealtad para con su propia humanidad: han sabido mirar con atención la realidad, intentar explicarla —de ahí sus relatos míticos cosmogónicos—, no renunciar a ponerse preguntas —y de allí la filosofía— y hacerlo incluso cuando estas se quedaban en el drama de la falta de respuesta —y de allí las tragedias—. Los griegos no han renunciado a afirmar las evidencias que se presentaban a sus ojos —las leyes humanas inscritas en el corazón, la compasión como verdad última en las relaciones, la incapacidad para alcanzar con las propias fuerzas el bien que se desea, la búsqueda de la verdad como la dimensión más propia del hombre— y a proponer modelos que las encarnaran, como Antígona, Patroclo, Edipo o Ulises.

Creo que de esta lealtad todos podemos y debemos aprender. Por esto, el encuentro con este pueblo es el encuentro con una humanidad grande, noble, herida y no rendida, que, mirada con la simpatía con la que san Pablo y tantos otros la han mirado, puede hacer florecer el diálogo con quienes hoy sufren por no creer. No sólo eso: también el propio diálogo de nosotros, los creyentes, con aquel Dios que no cesa de revelarse a sus hijos.