¡Llega el esposo! ¡Salid a recibir a Cristo el Señor! - Alfa y Omega

¡Llega el esposo! ¡Salid a recibir a Cristo el Señor!

Domingo de la 2a semana de Adviento / Marcos 1, 1-8

Jesús Úbeda Moreno
Detalle de 'San Juan Bautista' de Antoniazzo Romano. Ständel Museum, Fráncfort del Meno (Alemania)
San Juan Bautista (detalle) de Antoniazzo Romano. Ständel Museum, Fráncfort del Meno (Alemania). Foto: Städel Museum.

Evangelio: Marcos 1, 1-8

Comienza el Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Como está escrito en el profeta Isaías:

«Yo envío mi mensajero delante de ti, en cual preparará tu camino; voz del que grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, enderezad sus senderos”»; se presentó Juan en el desierto bautizando y predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados Acudía a él toda la región de Judea y toda la gente de Jerusalén. Él los bautizaba en el río Jordán y confesaban sus pecados. Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y proclamaba:

«Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo».

Comentario

¿Por qué san Juan Bautista no merece agacharse para desatar las sandalias de Aquel que nos bautizará con Espíritu Santo? Según la ley del levirato si el hermano del marido difunto no se casaba con su cuñada en las condiciones que indicaba la ley, la cuñada, en presencia de los ancianos, tenía el derecho a quitarle la sandalia del pie y escupirle en la cara (cf. Dt 25, 5-10). La cuestión que estaba en juego era la descendencia del hermano difunto, hasta el punto de que si se cumplía la ley del levirato el primer hijo que naciera de este matrimonio llevaría el nombre del hermano fallecido «con el fin de que su nombre no desaparezca de Israel» (Dt 25, 6).

La vida del hombre es una búsqueda continua de algo que la haga fructífera, digna de ser vivida cada instante con sentido y significado. La necesidad de certeza de que la vida no se pierda viviéndola es el motivo que alienta y alimenta el dinamismo del actuar humano. Cristo es el Esposo que hace fecunda la vida derramando el Espíritu Santo. Juan Bautista no merece desatarle la sandalia, porque Cristo viene a desposar nuestra humanidad para que pueda dar el fruto que Dios quiere. Es Él quien hace germinar la salvación y la paz en la vida de los hombres. De aquí viene el consuelo a Israel, porque el Señor llega con poder, con el poder de un amor sin medida que hace florecer la vida en abundancia en nuestros desiertos estériles. Por esta razón el Adviento es un tiempo de alegría y esperanza, porque el Señor quiere entrar en nuestra vida, formar parte de nuestra historia.

También es un tiempo de conversión. Y si convertirse es, literalmente, «darse la vuelta» hace falta volverse hacia algo o alguien. Jesucristo, Hijo de Dios, es el Evangelio —buena noticia— al que convertirse. (cf. Mc 1, 1). Ha venido a salvarnos y permanece en la historia a través de la vida entera de la Iglesia. Por eso nos podemos convertir cada día a Él, podemos volvernos a su presencia viva y resucitada en la contemporaneidad de su cuerpo que es la Iglesia. Conversión y alegría van siempre de la mano en la vida cristiana. La alegría de su presencia guía e ilumina siempre el camino de la conversión. La belleza de la comunidad cristiana en torno a la Eucaristía es lo que atrae el afecto y la libertad y, por tanto, hace posible la conversión.

Juan Bautista fue el elegido para abrir paso a esta «buena noticia». Su mensaje firme y con autoridad, su celo profético, su vestimenta, costumbres y mentalidad evocan al profeta Elías. La misión del Bautista fue preparar un pueblo bien dispuesto para recibir al Mesías esperado. Así se cumplían las promesas anunciadas por el profeta Isaías. Si Juan es el heraldo enviado a anunciar la llegada del Mesías y Elías tenía que venir antes que él, Jesús es el Mesías. La preparación del camino como misión específica del precursor del Mesías evoca el texto de la profecía de Isaías de la vuelta del pueblo de Dios del destierro de Babilonia y, por tanto, de nuevo, la alegría se vuelve a unir a la conversión expresada en la acción de levantar los valles, abajar los montes y colinas, enderezar lo torcido e igualar lo escabroso (cf. Is 40, 4). En este caso, la razón de la conversión es la alegría de la vuelta del pueblo de Israel a la tierra de la promesa, la alegría de la salvación obrada por Dios que tendrá su plenitud en la venida del Hijo de Dios en la carne, cumpliéndose así el designio salvífico del Padre en favor de todos los hombres. Ante la presencia del Hijo de Dios, el valle del deseo de un amor eterno ya no tiene que ser reducido a lo que humanamente podemos alcanzar, o narcotizado o anestesiado para que emerja con la mínima expresión en nuestra cotidianidad. Los montes y colinas de la apariencia, caretas y corazas se pueden abajar. Lo torcido y herido se puede enderezar y sanar y lo escabroso de la autorreferencialidad encuentra un camino de belleza en la entrega de la vida.