Una joven desgarrada de dolor se derrumba a la puerta de Le Carrion, uno de los restaurantes atacados en París. Se lleva las manos a la cara, con los puños cerrados. Llora. Unos metros más allá otra joven levanta las palmas al cielo, reza en silencio, con los ojos cerrados. Manos atenazadas por el sufrimiento ante el amigo, el hermano muerto. Manos que suplican. Sí, es la guerra, la guerra que no conocíamos los europeos desde hace 70 años. Con su rastro brutal de destrucción, de miedo, de inseguridad… Hace 11 años fue en los trenes, hace quince días a la vuelta de unas vacaciones en Sharm el Seikh, el viernes cenando en una terraza o escuchando un concierto. Mañana no sabemos a quién y dónde golpeará.
Es la guerra, la que inunda de sangre desde hace meses Alepo, la que martiriza a Damasco, a Mosul. La guerra que llega hasta aquí, la que no conocía esta generación. Una guerra diferente. Ismael Omar Mostefai, uno de los siete terroristas, se inmoló en Bataclan después de haber pasado unos meses de entrenamiento en Siria. Originario de la periferia de París, identificado por delitos comunes, conquistado para el terror por la ideología nihilista que actúa en nombre del islam (un buen homenaje póstumo a Glusksmann sería volver a leer Dostoyevski en Manhattan), entrenado por el Daesh. Ismael era miembro de esa quinta columna que golpea y volverá a golpear en Europa. La nuestra es una sociedad abierta y el terrorista, occidental, forma parte del paisaje humano. Imposible eliminar el riesgo, no hay manera de prevenirlo de forma sistemática.
No es un episodio aislado (Madrid, Londres, otra vez París). No volveremos a la normalidad. Este mal incomprensible, esta blasfemia en nombre de un dios de la violencia que no existe, que nos hace preguntarnos «cómo el corazón del hombre puede idear actos tan horribles», se combate con fórmulas militares, políticas, pero también requiere un empeño social, personal.
La mayoría de los asesinados lo han sido a menos de un kilómetro de la Île de la Cite y de Notre Dame. En el lugar en el que, durante los siglos XI y XII, el pensamiento y el arte europeo florecieron tras siglos de lucha contra la barbarie. No es menor el reto. No es menor del que supuso la lucha contra el totalitarismo. La victoria entonces fue posible por las armas, la política y la diplomacia, todas ellas sostenidas con una afirmación tenaz y personal, llena de sacrificio, de la vida.
Afirmación que se nutría de las mejores razones que entonces tenía Europa. No arrancaremos a los terroristas de la fascinación por la nada si no construimos ahora, en este comienzo del siglo XXI, una experiencia tan sólida y clamorosa en la afirmación del valor de lo gratuito y de la luz como lo son las piedras de Notre Dame. Ahora no con sillares, no en el centro, sino en la periferia, con la carne y la sangre de gente tocada por la pasión hacia el hombre. Cada uno con sus razones, cada uno con sus amores. Para lograrlo ya no se puede decir, después del fracaso del modelo de integración republicano y del modelo multicultural, que la religión forma parte del problema. La religión forma parte de la solución.
Las otras tareas son también concretas. Es necesario que millones de musulmanes levanten la pancarta: «no en mi nombre». Es necesario que los líderes sunníes abandonen su ambigüedad. La idea de que el Daesh, aunque algo fuera de control, puede servir para frenar el avance chiíta.
Al tiempo, las respuestas militares, políticas y económicas. Afortunadamente este fin de semana ha habido un cierto acuerdo en la tercera reunión celebrada en Viena. La comunidad internacional ha conseguido fijar una hoja de ruta para que oposición y gobierno acerquen posiciones en Siria.
Vamos demasiado lentos. Hay que acortar plazos. Necesitamos ya un frente común. Sin unidad política la actuación militar está condenada al fracaso. Estados Unidos no puede seguir poniendo como condición la retirada de Bashar al Assad para coordinar las acciones militares con Rusia y con Irán. Frente único cuanto antes. Los occidentales no estamos dispuestos a realizar acciones en tierra en Siria y sin ellas no habrá quien gane la guerra. Por eso hay que apoyar la intervención de las milicias chiítas y de los iraníes.
Las fuentes de financiación y el mercado de armas son los otros dos frentes en los que hay que actuar con contundencia. La Santa Sede lleva meses denunciando las consecuencias nefastas del tráfico internacional de armamento. No hace recomendaciones morales. Sin controlar el mercado negro del petróleo y sin cegar «los donativos» que le llegan al Daesh desde Arabia Saudí y de Catar se avanzará poco.
La Île no puede seguir bañada por las aguas de la nada, necesita luz.
Fernando de Haro / Páginas Digital