Hace unas semanas, la agencia Efe narró como testigo directo el fallecimiento en Valencia de María, de 68 años. La familia reunida, la mano de su marido apretando la suya, la prohibición de llorar y la pincelada solidaria de donar sus órganos vestían de dulzura la muerte provocada que solicitó el mismo día que le diagnosticaron una enfermedad degenerativa. Es el relato que despide el año en el que se aprobó la eutanasia en España, un 18 de marzo. Han dado el mismo paso Austria, Chile y Portugal (aunque su presidente lo ha frenado).
Los aplausos en el Congreso escenificaban el apoyo político. Intentaban tapar un clamoroso silencio: el de un debate social asfixiado con una tramitación exprés en plena crisis sanitaria, ignorando a expertos como los del Comité de Bioética de España o los médicos.
En realidad, tampoco los enfermos interesan tanto. María es el mensaje, no los enfermos de ELA que se sienten empujados a morir. 43.381 personas han fallecido esperando las ayudas a la dependencia. 80.000 sin los paliativos que necesitaban. Se aplaude en cambio que desde el 25 de junio, estima Derecho a Morir Dignamente, un centenar se ha quitado de en medio para poner fin sobre todo a la pérdida de autonomía por enfermedades degenerativas.
Y se denuncian trabas para que no sean más. 2021 ha visto el recrudecimiento de una ofensiva contra cualquier supuesto obstáculo al aborto o a la eutanasia. Se denigra a los sanitarios objetores al aborto y se intenta limitar sus derechos incluso a nivel europeo, como en el Informe Matic y su promoción del aborto libre. Y en España se preparan y tramitan dos leyes que, además de atajar este problema, criminalizan hasta el rezar ante una clínica u ofrecer alternativas (que la Administración niega).