A los muchos y novedosos problemas que se suscitan actualmente en nuestra convivencia social, estamos respondiendo con una hiperinflación de leyes. Es un asunto interesante. Cuanto más libres nos consideramos, más medidas coercitivas necesitamos. ¿Por qué?
Ante un nuevo caso de violencia de género nos preguntamos qué ha fallado en la ley para evitarlo: ¿no había denunciado la mujer al agresor; no respetó el agresor la medida judicial que le impedía acercarse a la víctima? Preguntamos qué ha fallado en la ley, pero lo fundamental es qué ha fallado en la mente y en el corazón de alguien que hasta ayer decía estar enamorado y que hoy desata su ira sobre esa persona a quien decía amar. «¿Tendrá algo que ver la caída de la nupcialidad y la degradación del matrimonio que promueven nuestras leyes con este incremento de la violencia machista en el seno de las relaciones de pareja, incluso entre los más jóvenes?», se pregunta Benigno Blanco.
La violencia no sólo se ha colado en la intimidad del hogar, sino también en la tranquilidad de las aulas. Ante el acoso escolar, nos quedamos perplejos de que el compañerismo haya sido reemplazado por la intolerancia, y de que se haga alarde y exhibicionismo de esa maldad en las redes sociales. Pedimos justicia, pero no nos paramos a pensar cómo estamos educando a nuestros jóvenes, ni qué modelos les estamos proponiendo. Las horas de Religión o Filosofía, asignaturas potentes para inspirar en los chicos una auténtica educación cívica, no hacen más que disminuir (otra vez la ley), mientras a ningún chico le falta instrucción en las nuevas tecnologías para estar conectado a quién sabe qué.
Hay que dar la vuelta al modo en el que nos estamos planteando los problemas sociales, porque éstos son, antes y primero, problemas personales. No se trata de mantener en el redil a ningún rebaño, sino de educar en el bien y en la verdad. Corregir la conducta del ciudadano a golpe de leyes es una utopía, pero hay algo peor, intentar torcer la conciencia a través de leyes injustas (como la del aborto, por ejemplo).
Hagamos justicia al Derecho y dejemos que cumpla su función. Pero antes de que la ley dicte lo que podemos o no podemos hacer, tengamos la valentía de entrar en nuestro interior. Cuando oigamos el susurro de una voz suave y fuerte a la vez, prestemos atención a este Parlamento, porque allí se juega realmente el ordenamiento de nuestra vida.