Asisto horrorizada a las historias de vida de jóvenes víctimas del transgenerismo. Ya nadie puede decir que desconoce las consecuencias irreversibles de los procesos del mal llamado cambio de sexo o de género. Mientras eso sucede, el Gobierno de España permanece impasible, como los autonómicos. Los fundamentos de la ley aprobada son aberrantes. El «yo quiero» como expresión máxima del derecho personal y comunitario de autodeterminación se ha convertido en un dogma. Nadie puede informar ni confrontar a quien afirma que, habiendo nacido mujer o varón, no se reconoce en el sexo registrado.
La fundamentación teórica de la ley trans exige una respuesta que vaya más allá del emotivismo o el escándalo. Y a este ejercicio al servicio del bien común deberían acudir en tropel profesionales de la salud, el derecho, la filosofía y la educación, el activismo social, movimientos sociales, instituciones educativas, asociaciones de familias y confesiones religiosas. Sin embargo, ya no se trata solo de proteger a los niños, las niñas, los adolescentes y sus familias de lo que pueda suceder. A estas alturas se trata de responder a los derechos y necesidades de quienes ya están sufriendo en sus carnes el impacto de una doctrina que justifica la transformación farmacológica y quirúrgica de cuerpos sanos.
Esto pasa, entre otras cosas, por evitar la exposición pública de las personas dañadas. No porque estas no sean capaces de protegerse, como de manera heroica están haciendo, sino porque deberíamos frenar la acumulación del daño. Hay médicos y psicólogos, abogados, profesores universitarios y una parte importante del movimiento feminista que han asumido el riesgo derivado de la denuncia. La Agrupación de Madres de Adolescentes y Niñas con Disforia Acelerada (AMANDA) es la punta de lanza de esta reacción social. Pero, ¿qué pasa con los centros educativos y los docentes? ¿Qué pasa con los colegios profesionales? ¿Qué pasa con los diputados y senadores? «Nos veremos en los tribunales», dicen algunos. Quizás no les falte razón, pero, mientras tanto, ¿quién asume las consecuencias personales y públicas de acciones injustas, deliberadas e indebidas?