Leproso y extranjero
XXVIII Domingo del tiempo ordinario
Hoy no podemos calibrar lo que suponía la enfermedad de la lepra en tiempos de Jesús. El leproso experimentaba visiblemente la corrupción de la muerte en su propio cuerpo. Se le consideraba ya muerto, condenado a vivir en los márgenes de aquella sociedad, tan celosa de su pureza, que no podía consentir la presencia de impuros en medio de ella. El leproso y todo enfermo y extranjero eran impuros. Jesús reacciona enérgicamente contra estas leyes inhumanas que tratan a hombres y mujeres por igual como no personas.
Con este pasaje comienza la etapa final del viaje de Jesús a Jerusalén. La indicación geográfica sitúa a Jesús en los límites entre Galilea y Samaria, y justifica la presencia de un samaritano entre los protagonistas del relato. Jesús se dispone a entrar en una ciudad y, antes de llegar a ella, se encuentra con un grupo de diez leprosos, expulsados del ámbito urbano.
La lepra se manifestaba por medio de una erupción rugosa en la piel. Era la marca maldita de la muerte que le impedía participar en la vida social y religiosa del pueblo judío. Además del dolor físico de la enfermedad, el leproso tenía que padecer la exclusión social, hasta de los más queridos –no podía aproximarse ni tocar a nadie–, y ser considerado impuro y maldito de Dios. Despreciado por todos, ya nada tenía sentido para él. Su única meta era malvivir y esperar la muerte.
«Ten compasión»
Es hermoso advertir la cantidad de detalles que registra Lucas y que ayudan a imaginar el dramatismo de la escena. Los leprosos se paran a lo lejos ante Jesús y le gritan con fuerza: «Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros». ¿Por qué se dirigen así a Jesús? Porque, conocedores de su buena fama, le consideran ya un hombre especial, un profeta acreditado, alguien diferente… Es curioso que se dirigen a él como «Maestro», expresión que siempre aparece en labios de los discípulos, excepto en esta ocasión. La súplica no es individual, sino colectiva. No pide cada uno compasión para sí mismo, sino para todos.
Jesús no permanece insensible ante el grito de los necesitados. Y ofrece su salvación por medio de un sencillo gesto: «Id a presentaros a los sacerdotes». Esto suponía ir al templo de Jerusalén, porque eran los sacerdotes, según la ley judía (Lev13-14) quienes tenían que verificar la curación y dar el certificado de pureza (Lev 14, 1-32) para reincorporarse a la vida social y religiosa con normalidad. Jesús los envía a los sacerdotes antes de ser sanados; y el texto dice que los leprosos «iban de camino», es decir, obedecieron las indicaciones del Maestro y manifestaron su fe en Él. Podían haber desconfiado de sus palabras; sin embargo, confiaron en Él. Precisamente, por eso, les sorprendió la curación en medio del camino. Quedaron limpios.
Solo un samaritano
Al experimentar la curación, solo uno, un extranjero, se vuelve para agradecer a Jesús el milagro. Era un samaritano; es decir, una persona detestable para los compatriotas judíos de Jesús, que escuchaban esta historia. Dice el texto que «viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias». La descripción de estos gestos es conmovedora, porque el samaritano, en primer lugar, alaba a Dios por su misericordia y, en segundo lugar, muestra su gratitud a Jesús por la sanación; con humildad y mucho agradecimiento. Reconoce que ha sido Jesús el instrumento de Dios para obrar su sanación y salvación. Y Jesús responde a estos gestos de fe y humildad con una de esas sentencias que manifiesta su compasión por los últimos y pequeños: «Levántate», una actitud que dignifica al que se humilla; «tu fe te ha salvado».
No se dice más del resto de los leprosos curados. Posiblemente fueron al templo, serían purificados y reintegrados a la vida social y religiosa. Se limitaron a cumplir la ley judía, lo que estaba mandado para estos casos; pero ninguno se acordó más de Jesús. El relato elogia la actitud ejemplar del samaritano agradecido frente a la reacción del resto. Todos fueron sanados por su fe en Jesús; pero a los judíos les faltó el agradecimiento a Dios.
Jesús manifiesta de este modo su desaprobación a los prejuicios de los judíos contra los samaritanos. La salvación que ofrece no se dirige solo al pueblo de Israel, sino también a los demás pueblos; y es acogida por medio de la fe, no la pertenencia a la raza judía. Con este gesto milagroso Jesús reitera que ha venido al mundo a buscar lo perdido, sanar a los enfermos y reintegrar a leprosos y samaritanos en la salvación de Dios.
Podríamos decir que el centro del relato no es realmente la curación milagrosa, sino la actitud de fe y agradecimiento con que el hombre debe suplicar y acoger el don de Dios. Jesús presenta como modelo de fe a un leproso samaritano, a un enfermo y extranjero, para enseñar que la salvación de Dios es universal, está abierta a todos, especialmente a los últimos, pequeños y necesitados. ¡Qué hermoso ejemplo para nosotros! El leproso samaritano suplica a Jesús con fe y humildad, y él responde con misericordia y compasión.
Una vez, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaria y Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión de nosotros». Al verlos, les dijo: «ld a presentaros a los sacerdotes». Y sucedió que, mientras iban de camino, quedaron limpios. Uno de ellos, viendo que estaba curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se postró a los pies de Jesús, rostro en tierra, dándole gracias. Este era un samaritano. Jesús tomó la palabra y dijo: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?». Y le dijo: «Levántate, vete; tu fe te ha salvado».