Terminado el mes de Junio, y con él todo lo que han sido las tareas más destacadas del curso 2014-2015, e introducidos ya en este tiempo tan especial de los meses de Julio y Agosto, me permito compartir con vosotros tres apuntes referidos a nuestra actualidad:
En primer lugar, mirando el desarrollo de este curso que culminaba en el Encuentro Diocesano de Pastoral, deseo expresar mi gratitud a todos los que de distintas maneras habéis trabajado en el campo de nuestra Iglesia. No sólo participando en el itinerario de «discernimiento», para avanzar en las propuestas de caminos de renovación misionera de la Diócesis para los próximos años, sino, además, sosteniendo con oración y con vuestra tarea la vida ordinaria de nuestras parroquias, comunidades religiosas, colegios e instituciones eclesiales de servicio a nuestra sociedad.
Gracias a Dios, nuestro Señor, por alentar y sostener la fe y la entrega de nuestros sacerdotes, personas consagradas y fieles cristianos laicos en sus más diversas maneras de edificar su Reino y de contribuir a crear un mundo mejor en nuestras familias y comunidades, y los más variados ámbitos del trabajo, la convivencia y la participación ciudadana.
En segundo lugar, os animo a leer y a incorporar a nuestro pensamiento social cristiano la Carta Encíclica del Papa Francisco, Laudato si. Sobre el cuidado de la casa común. Una real novedad en el Magisterio pontificio. Un regalo muy especial a la Iglesia y al mundo en el tiempo que vivimos.
Un documento que, como señala el mismo Santo Padre, desea que se agregue «al Magisterio social de la Iglesia», ayudándonos «a reconocer la grandeza, la urgencia y la hermosura del desafío que se nos presenta», «la actual crisis ecológica» (n. 15). Y en el que resalta ciertos «ejes» que atraviesan todo el escrito, como son, entre otros: «la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta», «la invitación a buscar otros modos de entender la economía y el progreso, el valor propio de cada criatura, el sentido humano de la ecología», «la grave responsabilidad de la política internacional y local, la cultura del descarte y la propuesta de un nuevo estilo de vida» (n. 16).
En un año de significativos cambios sociales y políticos en nuestro país, es bueno reflexionar sobre el incisivo magisterio del Papa Francisco, para no dejar de centrarnos en los capítulos urgentes que deben marcar nuestro compromiso como cristianos en nuestra sociedad.
Y, en tercer lugar, no puedo dejar de referirme a una realidad de nuestro verano, muy presente en muchos de nuestros pueblos y ciudades: las fiestas.
No hablo simplemente de fiestas, sino de «nuestras fiestas». Que no sólo, tocan unos pocos días concretos del calendario, sino que afectan a bastante tiempo entorno a ellas y a bastantes miembros de nuestras comunidades, y que hacen aflorar rasgos muy propios de nuestro carácter y de nuestras raíces más hondas.
Valoremos las fiestas que nos son propias y que se dan durante todo el año, pero especialmente en los meses que conforman el verano o giran entorno a él.
Desde una perspectiva puramente humana, un pueblo emprendedor y muy tradicionalmente metido en el trabajo como el nuestro, necesita el aire de la fiesta para distanciarse de lo cotidiano; un pueblo sociable y normalmente comunicativo y abierto como el nuestro, necesita el ámbito de la fiesta para encontrarse y celebrar con los demás.
Desde nuestra perspectiva creyente, nuestras fiestas son el cauce para expresar la piedad popular que anida en lo más profundo de nuestras gentes, una piedad sembrada por quienes entre nosotros tienen un valor único e imborrable: nuestros padres, nuestros antepasados, los que junto a la vida y las cosas, nos legaron la fe, el carácter, las propias tradiciones que son señas de nuestra identidad.
Amar nuestras fiestas significa, también, trabajarlas, comprometerse con ellas, cuidando su ser más originario y sus raíces cristianas desde las que nacieron y se configuraron, atender a su capacidad de ser integradoras y solidarias, a su valor para transformar y para liberar del peso de lo cotidiano. Vaya, desde aquí, mi especial reconocimiento a muchos de mis hermanos sacerdotes y a tanta gente creyente y lúcida, gente de nuestros pueblos, que con amor y no poco esfuerzo y sacrificio cuidan de esta herencia preciosa y única, y la hacen posible cada año.
Así pues, a todos, os deseo, desde la gratitud por todo lo que habéis dejado hacer al Señor en este curso, que viváis este verano como un tiempo propicio para hacer acopio de sabiduría leyendo al Papa, por ejemplo, y disfrutando de esa oportunidad de encontrarnos con Dios y con los demás que son, también, nuestras fiestas. María, nuestra Madre, os haga sentir su cercanía y consuelo.
Mi bendición para un feliz verano.