Las vidas detrás del ingreso mínimo
El ingreso mínimo vital ya es una realidad en nuestro país, un mecanismo que, según el Gobierno, beneficiará a 850.000 hogares y 2,3 millones de personas. El obispo auxiliar de Bilbao, que es también economista, la defiende: «Los beneficios sociales de esta medida superan con mucho los riesgos y las posibilidades de fraude». Hablamos con dos familias que son susceptibles de recibirla por su situación de vulnerabilidad
Viernes, 29 de mayo. La parroquia San Juan de Dios, en el madrileño barrio de Vallecas, es un ir y venir de personas. Todos con la preceptiva mascarilla a pesar del calor. Los locales donde habitualmente se imparte refuerzo escolar se han transformado en un gran almacén de alimentos que se van entregando a personas del entorno con necesidades básicas y urgentes. Es uno de los días marcados para el reparto: por la mañana, alimentación; por la tarde, higiene y limpieza.
En las colas –no son largas, pues funciona la cita previa– se puede observar la realidad más dura de nuestro país en estos momentos: familias sin ingresos, el paro, los ERTE, la irregularidad administrativa… Personas que se han agarrado bien fuerte a la mano que les ha tendido el párroco, Gonzalo Ruipérez, que los conoce a todos y al que todos llaman padre.
Mientras todas estas personas esperan para recoger la alimentación de un mes, en el Palacio de la Moncloa, a poco más de 20 minutos de allí en coche, el Gobierno se encuentra reunido para dar luz verde al decreto ley que pone en marcha el ingreso mínimo vital (IMV). Un mecanismo, tal y como se recoge en el texto publicado este lunes por el BOE, dirigido «a prevenir el riesgo de pobreza y exclusión social de las personas que vivan solas o integradas en una unidad de convivencia cuando se encuentren en una situación de vulnerabilidad por carecer de recursos económicos suficientes para la cobertura de sus necesidades básicas».
Según el propio Gobierno, este ingreso llegará a 850.000 hogares donde viven 2,3 millones de personas, y tendrá un especial impacto en los hogares con menores, entre ellos los monoparentales. Además, estima que supondrá la erradicación de la pobreza extrema.
Para optar a él son varias las condiciones que cumplir: tener entre 23 y 65 años –fuera de estas edades, siempre que haya personas o menores a cargo– y haber residido de forma legal en España durante un año justo antes de la solicitud; haber pedido las prestaciones a las que se tengan derecho; ser demandante de empleo si no se trabaja, y no superar los ingresos que fija para cada situación el ingreso mínimo menos diez euros ni excederse en los límites de patrimonio.
Para comprobar si se cumplen los requisitos económicos se tendrán en cuenta tanto los ingresos como el patrimonio declarado en 2019, el ejercicio anterior. Aunque se abre una vía para aquellos hayan sufrido una carencia de ingresos este mismo año. Un colchón frente al coronavirus.
Algunos de los que pueblan la cola en la parroquia de San Juan de Dios son susceptibles de recibir este ingreso mínimo. Es el caso de Gladis Ibarra, boliviana que lleva 15 años en nuestro país. Ha tenido que acudir a la parroquia porque el dinero que entra en casa en estos momentos es insuficiente para cubrir todas las necesidades de su familia. Ella no trabaja, está al cuidado de sus dos hijos: 7 años el mayor –tiene asma y todavía no ha salido de casa–, 1 y medio el pequeño. Su marido, que se dedica al sector de las reformas, se quedó sin trabajo en marzo, justo antes de la pandemia, y por si fuera poco, se contagió de COVID-19, por lo que tuvo que estar aislado dos semanas en un cuarto de la casa.
«Durante marzo y abril nos fuimos apañando con los pocos ahorros que teníamos, pero nos quedamos sin nada y tuve que buscar ayuda en las parroquias», explica. En estos momentos, en su unidad familiar solo entran 550 euros –la prestación por desempleo de su marido– y tienen que pagar un alquiler de 570; han pedido una rebaja al casero, pero les ha dicho solo podría hacerlo hasta los 500 euros. «La situación es muy crítica», añade.
Según el decreto, si en 2019 los ingresos mensuales de esta familia no superaron los 867 euros, el patrimonio de la familia no excedió los 36.550,80 euros, han solicitado prestaciones sociales y están dados de alta en el servicio de empleo, tendrían derecho al ingreso mínimo vital recién aprobado, que completaría la prestación por desempleo hasta los 877 euros que se establecen para una unidad de convivencia con dos adultos y dos menores.
Julio Mesa, venezolano, y su novia, Mabel Cano, paraguaya, también están en la cola. Llevan un año y siete meses en España; él tiene la documentación en regla, ella no. Viven en habitaciones alquiladas que llevan tres meses sin pagar porque no cuentan con ningún ingreso. «Solo tenemos la ayuda del padre Gonzalo», afirma Mabel. A Julio lo despidieron del restaurante donde trabajaba antes de que se declarara el Estado de alarma y se quedó fuera de todas las ayudas derivadas de este. Y no tiene derecho a desempleo. Por su situación económica, su caso también podría entrar dentro de los supuestos económicos que establece el IMV. Si es así, y cumple los demás requisitos, tendría derecho a 461,5 euros mensuales.
Paliar la pobreza severa
Según afirma Joseba Segura, obispo auxiliar de Bilbao y economista, este ingreso no está pensado «para sacar a las personas de la pobreza, pero sí para evitar las consecuencias de la pobreza severa». Explica, en conversación con Alfa y Omega, la experiencia de décadas de la renta de garantía de ingresos (RGI) del País Vasco. En su opinión, esta trayectoria da respuestas a cuestiones que se plantean en los últimos días en el debate público, como el desincentivo al empleo o la picaresca. «No tengo ninguna duda de que los beneficios sociales de esta medida superan con mucho los riegos y las posibilidades de fraude», comienza.
Por ejemplo, ante la afirmación de que se trata de una economía subsidiada, Segura, que también es miembro del Consejo de Economía de la Conferencia Episcopal, responde que la economía actual ya lo está en muchos aspectos: en el sector primario, en la contratación laboral, en las ayudas a los bancos… «Todo tiene riesgos», continúa, «pero creo que no hay ningún motivo para ser mucho más exigentes y críticos con esta medida que con otros subsidios sociales».
Tampoco prevé que el número de beneficiarios vaya a crecer sin fin, pues la experiencia del País Vasco indica que cuando se reduce la exclusión por las condiciones económicas, también lo hacen las solicitudes de esta renta. Y desmonta la falsa creencia, muy extendida, de que solo beneficia a los inmigrantes: en su región, la mayor parte de los beneficiarios son españoles (60 %).
Del mismo modo considera limitado el impacto sobre el mercado de trabajo, pues explica que en el País Vasco la mayor parte de los beneficiarios no están buscando empleo –son pensionistas, ya están trabajando o tienen algún problema por discapacidad, enfermedad o vulnerabilidad–. Además, añade, hay familia monoparentales –no pueden compatibilizar el cuidado de los hijos con el trabajo– y muchas personas mayores y con poca formación, lo que limita mucho las opciones de entrar en el mercado de trabajo.
Un análisis que coincide la Fundación Iseak, que ha realizado numerosos estudios sobre la cuestión y, concretamente, sobre la realidad vasca. Según explica a Alfa y Omega su directora, Sara de la Rica, no se puede vincular la percepción de un ingreso de estas características con un retraso en la empleabilidad. «Lo que hemos encontrado es una evidencia clara de que, si bien quienes reciben la RGI muestran unas tasas de salida a un empleo muy bajas, de alrededor de tres de cada 100 al mes, sin embargo, no es la percepción de la RGI la que provoca el fenómeno. Es la falta de capacitación adecuada para el mercado laboral en la situación actual». «Cuando simulas la salida a un empleo de las personas no receptoras de esta renta pero con esas mismas capacitaciones, el resultado es idéntico al de los perceptores», afirma.
Uno de los últimos estudios de esta fundación –Pobreza y Desigualdad en Euskadi: el papel de la RGI– refiere que el papel de esta política para la reducción de la pobreza y la desigualdad es «fundamental» y que, incluso para aquellos hogares que no han salido de ella, este mecanismo «reduce notablemente el grado de pobreza». Sin la RGI, habría un total de 61.262 personas más en pobreza extrema en la región.
El Papa, la CEE y Cáritas
La medida ha sido defendida por numerosas instituciones de Iglesia. El Papa Francisco reclamó el pasado mes de abril en una carta a los movimientos populares que se articule un salario universal para los trabajadores más vulnerables. También en España los obispos se han mostrado partidarios de este mecanismo. Tanto los cardenales Omella y Osoro, presidente y vicepresidente de la Conferencia Episcopal, como el secretario general, Luis Argüello, se manifestaron en este sentido en las últimas semanas.
Cáritas, en palabras de su secretaria general, Natalia Peiro, se congratuló este lunes por la aprobación de una política que la entidad eclesial venía reclamando desde hace ocho años. «Es lo que razonablemente se podía aprobar en este momento. Las dotaciones pueden ser suficientes. El umbral de cobertura es demasiado bajo para las necesidades que hay, pero entendemos las posibilidades», dijo en uno de los grupos de trabajo de la Comisión de Reconstrucción Social y Económica del Congreso de los Diputados.
Según Cáritas, la mitad de las personas que se encuentran en pobreza severa no van a poder acceder al ingreso mínimo vital. Muchos de ellos son migrantes en situación administrativa irregular. Son los vulnerables entre los vulnerables. En esa situación están Chiara Medina y Juan Arroyo, peruanos, que llevan cinco meses en España. Se vinieron nada más casarse y ella está ahora embarazada. Esperan su turno en la parroquia del padre Gonzalo, que les dice con cariño que al pequeño que viene en camino «no le va a faltar nada». Son solicitantes de asilo y han pasado un calvario estos meses. Con el dinero que traían alquilaron una habitación… hasta que se les acabó. Entonces tuvieron que dormir en albergues y parroquias. Ahora comparten un piso con varias familias gracias a la ayuda de unos compatriotas.
En una situación parecida se encuentran Jeremías Pichía y Olivia Sánchez, ambos guatemaltecos. Llevan dos años y medio en nuestro país, tiempo en el que nació su hijo. «Sobrevivimos por las ayudas que nos da la parroquia. No teníamos ni una patata para comer», explica Jeremías. Escaparon de Guatemala por la violencia. Era insostenible. Y aún así se han planteado volver, pero constatan que no les dejarían entrar. Mientras cuenta que a su hijo no le ha faltado de nada y que siendo tan pequeño no se entera de la situación, reconoce que anímicamente lo están pasando «muy mal».