Las otras heroínas
Alguna ha perdido a seis hijos de sobredosis. La mayoría ha pasado por el dolor de ver a un hijo muerto en vida y de enterrarle después. Son las últimas víctimas de la heroína, madres de familias acostumbradas a la cárcel y al cementerio, marcadas por una droga, la heroína, que todavía no ha desaparecido de las calles y descampados de España
La heroína vuelve a dar miedo. Las noticias sobre la proliferación de narcopisos en las grandes ciudades han vuelto a dar la voz de alarma sobre la epidemia que asoló a la juventud española de los años 80. El Observatorio Europeo de Drogas y Toxicomanías, la Encuesta sobre Alcohol y Drogas del Ministerio de Sanidad y la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción dicen que no hay repunte significativo del consumo del caballo, pero el miedo es libre y basta ver a un yonqui tambaleándose por la calle para que afloren a la memoria los detalles de una pesadilla que destrozó miles de familias en España hace algunas décadas.
Familias como las de las Madres de la Esperanza, un grupo de mujeres que se reúne cada semana desde hace 35 años en la madrileña parroquia de San Félix, en Villaverde, para ahuyentar el pasado, compartir recuerdos y darse unas a otras lo que la heroína les robó: amistad, cariño y, sobre todo, esperanza.
«Esta perdió a cinco hijos en la droga. Esta, seis. Esta tiene un hijo todavía enganchado. A esta otra se le suicidó el marido. Esta tiene un hijo todavía en la cárcel…». La que hace la lista es Carmeli, una veterana ya de 73 años que lleva todo este tiempo acompañando el dolor de estas madres. ¿Por qué? Porque conoció de cerca a muchos de sus hijos.
En 1984, Carmeli comenzó a trabajar junto a los curas viatores de San Félix, en Villaverde, llevando el grupo de jóvenes. Empezó un taller de peluquería con muchos de aquellos chicos, que luego se metieron en el mundo de la heroína. «Me quemé de enterrar jóvenes», reconoce con lástima, mientras recuerda cómo algunos de ellos volvían a la parroquia alguna vez con la jeringuilla todavía en el brazo gritando en medio del colocón: «¡Eh, cura!». Una forma de volver de alguna manera al lugar donde un día encontraron cobijo.
«La heroína no respeta a nadie»
35 años después, Carmeli todavía recuerda sus nombres: José María, Manoli, Vicki… «Muchos eran de buenas familias, con buenos padres, incluso de la parroquia. Porque la heroína no sabe de clases sociales y no respeta a nadie», dice.
«Eran unos chicos muy buenos», confirman sus madres, las Madres de la Esperanza, que no quieren dar sus nombres ni aparecer en las fotos, porque aparte de todo lo que han sufrido «en el barrio nos han juzgado mucho. Siempre que pasaba algo decían que habían sido nuestros hijos, decían también que nosotras traficábamos con droga… Hemos llevado todo esto con mucha vergüenza durante años, los vecinos nos evitaban. Hasta la familia nos hacía de menos. Creían que la culpa de la droga era nuestra…», lamenta una, que cuenta que se levantaba todos los días a las cinco de la mañana para irse a fregar escaleras y pagar los estudios de sus hijos.
Pero si la droga no respeta ni a las mejores familias, ¿quién tiene la culpa de esta plaga que se llevó por delante a toda una generación de jóvenes de Villaverde? «Mira –responde una de estas mujeres–, un hijo mío que ha logrado salir dice que la culpa no es de nadie, que ellos solos se metieron, nadie los obligó». «Estos han entrado todos por la ignorancia, porque no sabían lo que hacían. Entonces no sabíamos ninguno lo que era eso», matiza otra.
«Nosotras hemos pasado mucho»
«Villaverde era lo más bonito que había en Madrid», recuerda una de ellas acerca del tiempo en el que la droga todavía no se había mudado al barrio. «Teníamos la puerta abierta todo el día, solo con una cortinilla, y la gente entraba y salía y nunca pasaba nada. Había una noria para cultivar las huertas, porque aquí había mucho campo». Pero todo eso cambió más tarde. Llegó un momento «en que no se podía ni salir a la calle. Había robos por todas partes, veías romper escaparates… todo por la droga».
«Mi hijo empezó a pincharse a los 16 años», recuerda una de ellas. Lo supo «porque se le notaba en la mirada, en la manera de andar, estaba como ido todo el tiempo. Una noche me levanté y le sorprendí robándome la cartera. No dije nada para que mi marido no se despertase y no se montara una discusión en casa», explica, porque el trato a estos hijos era especial: «Nosotros sufrimos mucho, pero ellos también. Más de una vez hemos salido a buscarlos a la calle, o los hemos ido a ver a comisaría o a la cárcel. Nosotras hemos pasado mucho».
«Hemos sufrido lo nuestro, eso se queda entre Dios y nosotras. Ahora la droga es algo más normal, pero entonces éramos las primeras que nos enfrentábamos a eso. Lo que hemos tenido que aguantar… No hemos recibido ayuda. Lo hemos hecho todo solas. No sabíamos cómo ayudarlos, estábamos metidas en un agujero», lamentan, al mismo tiempo que dejan caer que los hombres, sus maridos, no se implicaron demasiado en el drama familiar. «Yo he llegado a ir sola detrás del féretro de mi hijo», lamenta una, «y eso no se me olvida. Yo no sé si ellos han sentido lo mismo que nosotras con lo de nuestros hijos». Otras se han metido solas en las cárceles para poder verlos: «Yo hasta me he hecho pasar por loca para poder ver a mi hijo en un hospital, porque en un arrebato se había cortado las venas», reconoce una.
Algunos chicos intentaron dejar la droga atrás e ingresaron en un CAS (Centro de Atención y Seguimiento a las Drogodependencias), «pero al poco tiempo ya estaban otra vez en casa. Los médicos nos explicaron que era muy difícil salir, que el que lo cataba ya no lo podía dejar». Eso les llevaba a mentir y a robar, pero nunca se terminó el cariño por sus hijos, «aunque muchas veces renegamos de la suerte que nos ha tocado».
El drama no ha terminado
Décadas después de todo aquello, Villaverde está más triste. «Ahora ya no se ve a nadie en la plaza», dicen. Pero para algunas el drama no ha terminado todavía: el marido de una ellas, después de dejar a varios hijos en la cuneta de los 80, pasando ya los 70 años de edad, se metió él mismo en la heroína, en el verdugo de sus propios hijos. «Si no se tuvieran las unas a las otras no podrían aguantar», dice Carmeli.
Hoy, las Madres de la Esperanza se están muriendo; cada vez quedan menos, y la vejez y las enfermedades les están pasando factura. Pero siguen reuniéndose cada semana, «aunque sea un ratito», para mantener viva la memoria de aquello que pasó y que nadie en el barrio quiere recordar.
Ellas siguen vivas, pero cada vez les quedan menos fuerzas para seguir contándolo.
La historia de las Madres de la Esperanza la ha contado Carlos Luis Galerón en su libro Ocho mujeres, un recorrido novelado por aquellos años. Para escribirlo, Galerón se ha adentrado hasta el fondo en el corazón y el sufrimiento de estas madres. «Fue una cosa terrible, con una barbaridad de muertos. Hubo muchos chavales de la parroquia enganchados también, y muchos empezaron a pincharse desde niños. El marido de una de ellas se tiró por la ventana al escuchar cómo llamaba a la puerta la Policía; otro chavalito entró a su casa drogado y se ahorcó con una sábana en el patio de luces. Muchos de los que sobreviven están en la cárcel. Ellos mismos sabían que tarde o temprano iban a caer». Al conocer de cerca todas estas historias, Galerón destapa «toda la podredumbre que había detrás de lo que se llamó la movida madrileña, que tiene una crónica negra muy grande detrás».
Por eso, Juan Pedro Gutiérrez, vicario episcopal de la zona, advierte de que «la heroína ha disminuido, pero tímidamente está de nuevo volviendo a repuntar en nuestros barrios del sur de Madrid. Lo he escuchado en algunas parroquias que he podido visitar y es comprensible que, en una situación de crisis de familias, económica y de valores pueda volver a surgir el deseo de la evasión más sencilla que parece tranquilizar momentáneamente el sufrimiento, al tiempo que ayuda a evadirse de los problemas más desesperantes».
Por este motivo es necesario el testimonio de estas madres, «humildes y pequeñas heroínas que tuvieron que aprender a salir adelante, a seguir con su vida, haciendo todo lo posible por sacar a sus familias adelante. Al oír sus testimonios, nos debe nacer una inquietud que nos compete a todos: no podemos perder sus experiencias».