«Las crisis históricas se resuelven espiritualmente o no se resuelven»
«A la vista del momento actual socio-político, cultural y ético de nuestras sociedades», no vale «ya otro discurso distinto del de la recuperación del alma, o de la superación de la crisis del alma. Sí, Europa y España pueden y deben recuperar su alma». Lo afirmó el cardenal Rouco, el 2 de junio, en una conferencia organizada por la fundación Valores y Sociedad
«Las crisis históricas se resuelven al final espiritualmente o no se resuelven. Y las debilidades espirituales, las debilidades del alma ante los grandes retos que las culturas y las sociedades en crisis plantean al hombre, sólo son vencibles por la oración». Éste es el tratamiento que el cardenal Antonio María Rouco Varela, arzobispo emérito de Madrid, ofreció a España y Europa ante la actual situación de crisis generalizada.
En una conferencia organizada el día 2 de junio por la fundación Valores y Sociedad, y con el título La crisis del alma, el cardenal Rouco se preguntó si, aunque la crisis se ha manifestado ahora, «¿no se venía arrastrando en la cultura occidental desde hace décadas, cada vez más notoriamente, una crisis del alma?». En efecto —añadió—, aunque esta palabra se mantiene en el vocabulario común, su significado tradicional no ocupa en la mentalidad actual «un puesto mínimamente destacable. ¿A quién preocupa el bienestar del alma o, al menos, su salud? ¿El cuidado del alma es un bien a cuidar solamente en los límites de lo individual y particular o también como un valor social?».
Valores y sociedad fue impulsada hace tres años por el ex eurodiputado Jaime Mayor Oreja. Para fomentar el debate cultural y antropológico, la fundación ha organizado este curso un ciclo conferencias. Uno de los ponentes fue el obispo de San Sebastián, monseñor Munilla, con una reflexión sobre el tema: ¿En qué cree Europa? Perplejidad identitaria y peligro islamista. El prelado vasco denunció que «Europa atraviesa una profunda crisis interior. Su cuerpo es el euro, y su alma es la ideología de género». Munilla planteó también la necesidad de que el «Islam tenga una catarsis interior» y de que los cristianos «demostremos la capacidad de convivencia que tenemos con las grandes religiones». Eso sí, sin renunciar al testimonio: «Yo estoy deseoso de tener un diálogo con el Islam. Es la mejor apología, y hará que muchos entiendan la transcendencia de Cristo. No hay que tener miedo».
Negar la inmortalidad del alma es negar también la resurrección y cerrar «el horizonte de la vida y de la felicidad eternas». Lleva también a la crisis de la oración, y de la conciencia. «El hombre que no se reconoce como persona abierta trascendentemente a los otros hombres y a Dios —explicó el cardenal Rouco— se establecerá a sí mismo como el único criterio de lo que es verdadero y bueno». Esto puede llegar a hacer imposible la convivencia o, si se lleva al plano social, desembocar en «la tiranía totalitaria».
El cardenal Rouco terminó su conferencia afirmando que, «a la vista del momento actual socio-político, cultural y ético de nuestras sociedades», no vale «ya otro discurso distinto del de la recuperación del alma, o de la superación de la crisis del alma. Sí, Europa y España pueden y deben recuperar su alma», como exhortó san Juan Pablo II, desde Santiago de Compostela, en 1982: Europa, «vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No te enorgullezcas por tus conquistas hasta olvidar sus posibles consecuencias negativas. No te deprimas por la pérdida cuantitativa de tu grandeza en el mundo o por las crisis sociales y culturales que te afecta ahora. Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo».
La crisis del alma
Introducción
El día 29 de junio del año 2009, quinto año de su pontificado S. S. Benedicto XVI publicaba su muy esperada encíclica sobre la cuestión social titulada Caritas in Veritate, cuando ya había estallado la crisis financiera en la banca de Nueva York con repercusiones no sólo en el mundo de las finanzas y en «todas sus plazas», sino, además, en las economías de todos los países del planeta con repercusiones sociales y políticas en todas sus áreas geográficas, sin excluir «la Unión Europea». Antes bien, afectando a algunos de sus estados-miembros de forma muy dolorosamente sensible para su población; entre ellos, a España. Sus efectos negativos perduran y la complejidad de los factores que subyacen a la crisis están más a la vista.
Trascienden, de hecho, el plano de la pura teoría financiera y económica y de las estructuras sociológicas y políticas, llegando a los aspectos más determinantes de la realidad cultural y espiritual e, incluso, de la más sencillamente y humana de nuestras sociedades de viejas raíces cristianas y/o de un humanismo laico alimentado por la tradición racionalista de la Ilustración. Desde su momento inicial hasta hoy mismo no ha dejado de plantearse la pregunta por las causas de la crisis en los más diversos foros en los que se debaten los problemas relacionados con la vida pública y, también muy significativamente en la conversación de todos los días de los amigos, los compañeros de trabajo, los vecinos… y naturalmente también en el ámbito más privado de las familias. La cuestión, por lo demás, ha estado muy presente en el Magisterio Pontificio de los últimos seis años, como ¡un reto de primera magnitud pastoral para toda la Iglesia.
En su encíclica. Benedicto XVI apunta a una causa última del todo singular y muy llamativa, sin duda, para el observador que fija su atención en el análisis de la crisis, sus aspectos más visibles y, por ello, más accesibles a la reflexión socio-política. El diagnóstico del Papa, como veremos, resulta poco común, y de una hondura intelectual solamente explicable por «la sabiduría» típica del que se acerca a la realidad del hombre para comprenderlo y esclarecerlo con la razón iluminada por la fe. La encíclica, pensada como un acto de Magisterio Pontificio actualizador de la doctrina social de la Iglesia, se escribe con la intención de conmemorar el 40º aniversario de la encíclica Populorum Progressio de Pablo VI, a la que el Papa Benedicto XVI le atribuye una importancia histórica en el desarrollo de la misma para la Iglesia de finales del siglo XX (avistando ya el cambio de siglo y de milenio) similar a la que se le ha venido reconociendo a la encíclica Rerum Novarum de León XIII de 15 de mayo de 1891 respecto a la coyuntura histórica extraordinariamente crítica de finales del siglo XIX y de inicios del nuevo siglo, el siglo XX, marcada por lo que se llamaría luego la «cuestión social». Esa intención primera que da origen a la iniciativa del nuevo texto pontificio y que guía su elaboración queda, sin embargo, decisivamente condicionada por la irrupción de la crisis económico-fianciera desencadenada en el verano del 2008 y por su inevitable incidencia en el planteamiento de la problemática socio-económica y socio-política a la que la nueva Encíclica quería responder desde la visión cristiana del hombre y del mundo. Dice así el pasaje de Caritas in Veritate al que nos estamos refiriendo: «El problema del desarrollo está estrechamente relacionado con el concepto que tengamos del alma del hombre, ya que nuestro yo se ve reducido muchas veces a la psique, y la salud del alma se confunde con el bienestar emotivo. Estas reducciones tienen su origen en una profunda incomprensión de lo que es la vida espiritual y llevan a ignorar que el desarrollo del hombre y de los pueblos depende también de las soluciones que se dan a los problemas de carácter espiritual. El desarrollo debe abarcar, además de un progreso material, uno espiritual, porque el hombre es uno en cuerpo y alma (GSP, 14), nacido del amor creador de Dios y destinado a vivir eternamente» (CiV, 76).
Pongamos en el texto citado del Papa Benedicto XVI donde dice «desarrollo» la expresión «solución de la crisis» y nos encontramos inmersos de lleno en la cuestión que nos ocupa: ¿subyace a la situación crítica en que se encuentran nuestras sociedades, las europeas, sin excluir la española, una crisis del alma? Ya el Papa Pío XI en su histórica encíclica Cuadragesimo anno de 15 de mayo de 1931, al enfrentarse cuarenta años después de la Rerum Novarum con la persistencia socio-política de «la cuestión social» y con la inquietud popular que suscita, y que hace pública apenas dos años después del conocido como «viernes negro» de octubre de 1929 en la bolsa neoyorquina, desencadenante de una de las más grandes, largas y duraderas crisis de la economía mundial en los siglos XIX y XX, concluye apelando a la necesidad de una reforma moral y espiritual de las personas y de las instituciones. Lo hace después de una larga exposición de los criterios éticos y morales para avanzar en el camino ya iniciado de la superación política y jurídica de «la cuestión social». Cuestión que se presenta cada vez más exclusivamente como «la cuestión obrera», pendiente todavía de una solución socio-jurídica y económica, realista y suficientemente satisfactoria. «Cuanto hemos enseñado sobre la restauración y perfeccionamiento del orden social no puede llevarse a cabo, sin embargo, sin la reforma de las costumbres, como con toda claridad demuestra la historia», afirma el Papa. Andar el camino de la reforma moral de todos los actores sociales, precisaba, además, de recursos espirituales, más concretamente, del de la caridad: «la verdadera unión de todo en orden al bien común único podría lograrse —según Pío XI— sólo cuando las partes de la sociedad se sientan miembros de una misma familia e hijos de un mismo Padre celestial». «Únanse, por lo tanto —exhorta el Papa— todos los hombres de buena voluntad… [haciendo] algo por esa restauración cristiana de la sociedad humana… no se busquen a sí mismos o su provecho, sino los intereses de Cristo… para que en todo y sobre todo reine Cristo, impere Cristo…» (Pío XI. Quadragesimo Anno, 91-95, 135, 141-147). En la misma línea de llegar al fondo moral y espiritual de los problemas y de los retos socio-políticos, que se presentan con insoslayable urgencia histórica, se pronuncia san Juan Pablo II en su encíclica Centesimus Annus de 1 de mayo de 1997 publicada igualmente, apenas dos años más tarde de la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989, abriendo un capitulo de historia contemporánea (especialmente de la de Europa), inesperado y, por muchas razones históricas, sorprendente: ¡un capítulo, en el fondo, de una novedad histórica innegable. Todo un imperio férreamente trabado, militar, social, política y jurídicamente, se derrumba «pacíficamente» en el curso de pocos meses. Con «el muro de Berlín» caía simultáneamente «el telón de acero» que había mantenido a Europa partida en dos mitades geopolíticas e, incluso, culturales y elementalmente humanas durante más de cuarenta años, finalizada la Segunda Guerra Mundial. La necesidad de una renovada re-ordenación de la convivencia y de la cooperación entre los Estados europeos y entre sus pueblos y culturas era evidente. San Juan Pablo II hace una detallada y luminosa propuesta a partir de la mejor tradición de la doctrina social de sus predecesores en la Sede de Pedro. «Las cosas nuevas», a las que quiso responder en su día León XIII con su magisterio social de la encíclica Rerum Novarum, se habían convertido con los acontecimientos de 1989 en «cosas igualmente muy nuevas» a las que quería responder san Juan Pablo II con una nueva encíclica social, la Centesimus Annus, conmemorando el primer centenario de la de su predecesor también, escasamente dos años después de los acontecimientos berlineses del noviembre de 1989. A la distancia histórica de cien años transcurridos desde «la Rerum Novarum», no sólo confiesa san Juan Pablo II, que «la Iglesia se halla ante cosas nuevas y ante nuevos desafíos» sino que también «el mundo actual es cada vez más consciente de que la solución de los graves problemas nacionales e internacionales no sólo es cuestión de producción económica o de organización jurídica o social, sino que requiere precisos valores ético-religiosos, así como un cambio de mentalidad, de comportamiento y de estructuras»; y asegura con firme certeza que «también en el tercer milenio la Iglesia será fiel en asumir el camino del hombre, consciente de que no peregrina sola, sino con Cristo su Señor. Es él quien ha asumido el camino del hombre y lo guía, incluso cuando éste no se da cuenta» (san Juan Pablo II, Centesimus Annus, 59, 60, 61 y 62). Así procederá también el Santo Padre Francisco al afrontar el fenómeno de la actual crisis y de sus manifestaciones más dolorosas, sobre todo, la de la pobreza, y al ahondar en sus causas últimas y, no se valdrá de otra hermenéutica, que no sea la ética y la teológica del magisterio social de los Papas anteriores. Su primera encíclica, Lumen Fidei de 29 de junio del año 2013, primero de su Pontificado, culmina con el capítulo cuarto que titula: «Dios prepara una ciudad para ellos» en el que se enseña: «La fe no sólo se presenta como un camino, sino también como una edificación, como la preparación de un lugar en el que el hombre puede convivir con los demás… Precisamente por su conexión con el amor la luz de la fe se pone al servicio concreto de la justicia, del derecho y de la paz… Sí, la fe es un bien para todos, es un bien común; su luz no luce solo dentro de la Iglesia ni sirve únicamente para construir una ciudad eterna en el más allá; nos ayuda a edificar nuestras sociedades, para que avancen hacia el futuro con esperanza». (Papa Francisco, Lumen Fidei, 50, 51). Y, en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium de 24 de noviembre de ese mismo año, después de dedicar un largo y denso capítulo —el capítulo cuarto— a la exposición y aclaración de «la dimensión social de la evangelización» con un realismo socio-político y cultural sin disimulos y rebajas por lo que respecta a la calificación ética de la situación y con un encendido ardor apostólico, concluye con el capítulo quinto dedicado a los «Evangelizadores con Espíritu», invitando a invocarlo «bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sin sobre todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios» (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 176-257, 259).
Nuestra pregunta, después del sucinto recorrido por textos del magisterio social pontificio de los últimos Papas que ha llegado hasta nuestro Santo Padre Francisco, se aparece apropiada para acercarnos con acierto intelectual y existencial a la raíz —¡quizá la más profunda!— de la crisis que nos aqueja no sólo social, económica y políticamente, sino también en los aspectos más fundamentales y naturales de la vida: y en las experiencias de la familia, de la amistad, del trabajo, del tiempo libre y de la cultura y educación de nuestros hijos e, incluso, en las cuestiones más íntimamente personales que tienen que ver con el sentido y la razón de ser que queremos dar a nuestro presente personal y a nuestro futuro. Si «la cuestión social» se nos «ha convertido [hoy] radicalmente en una cuestión antropológica», como enseña Benedicto XVI, y «si no hay desarrollo pleno ni un bien común universal sin un bien espiritual y moral de las personas, consideradas en su totalidad de alma y cuerpo» (cfr. Benedicto XVI, Caritas in Veritatis, 75-76)… ¿Cómo no va a urgirnos la cuestión teórica y práctica de si no estará actuando entre los factores de la crisis actual, de dimensiones universales, uno principalísimo y frontal que sería y es la crisis del alma?
La crisis del alma
Asociar la crisis del alma con la crisis por la que actualmente atraviesan nuestras sociedades, sobre todo en España y en Europa podría parecer como algo inédito que responde a una singularidad del momento histórico que estamos viviendo y, por tanto, sin precedentes sociológicos, culturales y religiosos, al menos inmediatos. Y, sin embargo, ¿no se venía arrastrando en la cultura occidental desde hace décadas, cada vez más notoriamente, una crisis del alma? Por supuesto que sí, porque resulta obligado aceptar en buena lógica histórica, que había quedado abierto un surco cultural, intelectual y religioso al menos desde el año 1968, el de «las revueltas» estudiantiles, iniciadas y lideradas por los universitarios franceses en el mes de mayo de ese año, desde París, que nos ha ido llevando a la actual situación crítica, típica de las grandes encrucijadas históricas en las que la comunidad internacional de los pueblos y naciones busca a tientas horizontes para el futuro de la humanidad en todos los campos de la experiencia humana: desde los más «materiales» —digamos «materialistas»— a los más íntegramente humanos, culturales y espirituales.
¿En qué consistiría, pues, la novedad de lo que llamamos la crisis contemporánea del alma? En primer lugar se trataría de una crisis de lenguaje. Ciertamente, no ha desaparecido del uso más corriente la palabra «alma» en el lenguaje popular y culto de nuestros días. Y tampoco ha sido olvidado del todo su significado antropológico para la comprensión de lo que es el hombre, su ser y su destino. Aunque no haya estado suficientemente presente y operante en la concepción de la relación: hombre-sociedad-historia, con las consecuencias extraordinariamente negativas para el futuro de la humanidad en paz, en justicia, en solidaridad y en libertad, como se ha puesto de manifiesto en tantos de los acontecimientos tan dramáticos que jalonaron las últimas décadas del siglo XX: guerras locales, terrorismo, violencia familiar, aceptación social del aborto, pobreza y hambre en desconocidas magnitudes y en las más variadas y extensas latitudes.
1. La crisis de la palabra «alma». Es evidente que en nuestro lenguaje coloquial y en el literario la palabra alma se usa en múltiples giros que reflejan momentos y aspectos muy característicos de nuestras experiencias de vida más comunes y espontáneas. Basta recurrir a la consulta del vocablo «alma» en el Diccionario de la Lengua de la Real Academia Española para ilustrar lo dicho. Sus acepciones son variadísimas y vitalmente riquísimas: van desde la recomendación del alma y del padre o cura de almas, pasando por el «alma de cántaro», «estar con el alma en vilo», «dar el alma», hasta «llegarle al alma», etc. Pero hay campos muy significativos y valiosos en el tratamiento y cuidado del hombre y en la vivencia de bienes tan preciados como el de la salud corporal y espiritual donde el uso de la palabra alma ha perdido fuerza al menos científica: en el de la medicina, el de la psicología y de la psiquiatría y hasta en el de la teoría y de la práctica pastoral de la Iglesia. Recordemos el pasaje del Evangelio donde el Señor le dice a sus discípulos que le importa al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma. En la nueva versión española de los libros litúrgicos ha sido sustituida por «vida». Sea lo que fuere, no parece que la palabra «alma» y su significado tradicional ocupen hoy en la atención de los medios de comunicación social y en la mentalidad más corriente entre los ciudadanos un puesto mínimamente destacable. ¿A quién preocupa el bienestar del alma o, al menos, su salud? ¿Es que hay «alma»? ¿El hombre tiene un alma? Si se formulase la pregunta más penetrantemente, habría que decir ¿el hombre tiene un alma que salvar? ¿El cuidado del alma es un bien a cuidar solamente en los límites de lo individual y particular o también como un valor social?
2. La crisis del significado de la palabra alma. Cuando se pierde o se diluye el uso de una palabra o de una expresión popular en el habla común y, con mayores consecuencias, en el lenguaje culto, literario y, sobre todo, en «el mediático», sucede que su significado ha perdido, de hecho, valor para configurar la existencia personal y colectiva y que no solo ha desaparecido o menguado el interés por conocer su verdad sino que, además, se la está negando y/o cuestionando radicalmente. Con el agravante de que con el significado del alma lo que está en juego es la verdad misma del hombre: la verdad de cada uno de nosotros y la de toda la humanidad, tanto si se la refiere al presente como al pasado y, sobre todo, al futuro. Es decir, la historia misma, en su misma raíz antropológica y en su fundamento real queda puesta en entredicho. Como es bien sabido, la preocupación por el hombre ha centrado en una predominante medida la atención del pensamiento y de la cultura de las sociedades modernas y contemporáneas en los siglos XIX y XX. Lo que supusieron de drama —cuando no de tragedia— las dos Guerras Mundiales —muy especialmente, la Segunda— para la conciencia de toda la humanidad, aunque con una singular relevancia para la conciencia del mundo occidental ¡de Europa!, se convirtió en un lacerante revulsivo en orden a un replanteamiento inaplazable de la verdad del hombre, riguroso intelectualmente en su discurso y auténtico y sincero existencialmente en la vida. Descubrir al hombre, de nuevo, en su originalidad constituyente como persona, es decir, como un ser personal, fue el gran leitmotiv en el que confluyó la práctica totalidad de las grandes líneas del pensamiento científico, filosófico e, incluso teológico, en torno a los años cincuenta del pasado siglo XX. Había que superar en el terreno de los principios físicos y metafísicos toda la especie de los materialismos dialécticos e históricos y de los racismos biologicistas que habían imperado en la opinión pública y en la política europea, con consecuencias tan catastróficas, a través de los sistemas sociales y políticos totalitarios que el mismo devenir de los acontecimientos históricos iría arrinconando —al parecer— hasta su total derrota: ¿Sería ese el más significativo efecto histórico que habría que atribuir a la caída del Muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989? Por citar algunos nombres muy relevantes en el desarrollo de ese proceso cultural, filosófico y teológico de «recobrar» al hombre en todo lo que integra y constituye su ineludible e inviolable dignidad personal a través de un pensamiento antropológico que «lo re-encuentra» y «lo define» como «un quien» y no como «un que» o «una simple cosa», haríamos recuerdo agradecido desde don José Ortega y Gasset y don Miguel de Unamuno a don Julián Marías; de Romano Guardini a Henri de Lubac, Hans U. von Balthasar y Joseph Ratzinger; del Padre Arintero a don Olegario González de Cardedal. El hombre es un ser personal, dotado de memoria, entendimiento y de voluntad: ¡libre! ¡dueño y responsable de sus actos y, en definitiva, de su vida y destino! Lo que «lo centra» esencial y existencialmente es «el corazón»: «su entraña» espiritual, ¡su alma! Si se olvida «el alma» espiritual como «la forma» que «lo configura» invisible y visiblemente, espiritual y corporalmente, subsistente en sí misma, aunque ordenada a una unidad con el cuerpo, compuesta de dos elementos que se ordenan el uno al otro complementariamente con el resultado substancial de la persona humana individual, no obstante, abierta por esencia a la relación interpersonal con el otro, se desdeña y se pierde la verdad del hombre; se pierde la luz objetiva y subjetivamente imprescindible para obtener el recto orden de la sociedad y de la familia humana y, lo que es peor, se frustra la esperanza de la vida con vocación de eternidad. Si se niega la inmortalidad de alma humana, se está, además, indefectiblemente, negando la posibilidad metafísica de la futura resurrección del cuerpo: ¡se está cerrando el horizonte de la vida y de la felicidad eternas! Ya el hombre no podría ser entendido como «imagen de Dios», creado con una capacidad intrínseca de poder llegar a ser hijo de Dios y hermano de los demás hombres. «La crisis metafísica del alma» incluye irremediablemente la crisis de la oración o, dicho de otro modo, la crisis de la relación del hombre con Dios. El Concilio Vaticano II —el próximo 8 de diciembre se conmemorará el 50º Aniversario de su solemne clausura en la basílica de San Pedro— enseñaba clarividentemente: «No se equivoca el hombre cuando se reconoce superior a las cosas temporales y no se considera sólo una partícula de la naturaleza o un elemento anónimo de la ciudad humana. Pues, en su interioridad, el hombre es superior al universo entero; retorna a esta profunda interioridad cuando vuelve a su corazón, donde Dios que escruta los corazones, le aguarda y donde él mismo, bajo los ojos de Dios, decide sobre su propio destino. Por tanto, al reconocer en sí mismo un alma espiritual e inmortal, no se engaña con un espejismo falaz procedente sólo de las condiciones físicas y sociales, sino que, por el contrario, alcanza la misma verdad profunda de su realidad» (Vat II. GSp, 14).
3. La crisis de la oración ¿En crisis el alma…? vale preguntar. Si fuese así, se da y se dará con férrea necesidad crisis de la oración o, lo que es lo mismo, quedaría entre paréntesis, por no decir se abandonaría totalmente la solicitud por la relación con Dios. Al silenciar, por las razones que sean, en el discurso personal o social de la vida los ecos de la propia alma, —de sus necesidades, de sus anhelos y vivencias más profundas—, el hombre se olvida de que «su autonomía» en el ser y en el obrar no es absoluta; de que depende de «Otro» y que al labrarse su destino a través del espacio y del tiempo y, sobre todo en su recta final, —¡su destino eterno!— depende de «ese Otro». Al acallar el hablar del alma, le pasará desapercibido el dato de que su libertad, aparte y más allá de sus condicionamientos físicos, corporales, psicológicos y sociales, no es absoluta: ¡omnipotente! Por lo cual rehusará caer en la cuenta de su «menesterosidad» no sólo física, sino, sobre todo, espiritual. Al hombre le puede y le pierde el orgullo al negarse a reconocer que comete fallos y, muy obstinadamente, que ha pecado y peca. Cuando su estado interior se encuentra así dominado por los efectos de la crisis del alma, no sabrá orar, no querrá pedir a aquel, a quien solamente se le puede pedir el bien verdadero y todos los bienes parciales que lo integran: ¡bienes del alma! ¡bienes del cuerpo!; ¡bienes personales! ¡el bien de todos!¡el bien común!
En los años setenta del pasado siglo, el padre Jean Daniélou, SJ, uno de los grandes teólogos del Concilio Vaticano II, creado cardenal por S. S. el beato Pablo VI, publicó un libro-ensayo muy sugerente sobre la oración como problema político, y como no podía ser menos en aquel ambiente eclesial y político tan influenciado por los primeros pasos de la aplicación postconciliar y el debate en torno a la incipiente teología de la liberación, y polémico. En el fondo de la cuestión latía el problema de acertar con las actitudes y el comportamiento de los individuos y de los grupos sociales que propician o, «al contrario», obstaculizan el bien común, y en qué medida «el bien común», para poder ser alcanzado y realizado, necesita por la misma naturaleza de las cosas de la oración. No duda Benedicto XVI en responder positivamente al culminar su encíclica Caritas in veritate afirmando: El desarrollo (la superación de «la crisis») necesita cristianos con los brazos levantados hacia Dios en oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, Caritas in veritate, del que procede el auténtico desarrollo, no es resultado de nuestro esfuerzo, sino un don. Por ello, también en los momentos más difíciles y complejos, además de actuar con sensatez, hemos de volvernos ante todo a su amor. El desarrollo (la superación de «la crisis») conlleva atención a la vida espiritual (CiV, 79). Lo mismo enseña el Papa Francisco: «los grandes hombres y mujeres de Dios fueron grandes intercesores. La intercesión es como levadura en el seno de la Trinidad. Es un adentrarnos en el Padre y descubrir nuevas dimensiones que iluminan las situaciones concretas y las cambian», (E. G. 283).
Las crisis históricas se resuelven al final espiritualmente o no se resuelven, y las debilidades espirituales, las debilidades del alma ante los grandes retos, que las culturas y las sociedades en crisis plantean al hombre, sólo son vencibles por la oración. No hay otra fórmula para vencer esas crisis, —que terminan siempre convirtiéndose en crisis de las conciencias—, que la de la oración. «Los signos» del momento histórico, que estamos viviendo, hablan inequívocamente de la necesidad de muchos «talentos» en los más diversos órdenes de la vida; pero muy urgentemente de la necesidad del «talento de la oración». Ya se lo advertía santa Teresa de Jesús a sus hermanas del Carmelo de San José: «Querríalas mucho avisar que miren no escondan el talento, pues que parece las quiere Dios escoger para provecho de otras muchas, en especial en estos tiempos que son menester amigos fuertes de Dios para sustentar a los flacos; y los que este merced conocieren en sí, téngase por tales, si saben responder con las leyes que aun la buena amistad del mundo pide; y si no, como he dicho, teman y hayan miedo no se hagan a sí mal, y plega Dios sea así solos» (santa Teresa de Jesús, Libro de la Vida, Cap. 15, 5).
4. La crisis de la conciencia. La crisis del alma implica, ¡con-lleva! una crisis de oración, como hemos visto, pero, también, ineludiblemente a una crisis de la conciencia moral. Sí el hombre no se reconoce como un ser personal en razón de su naturaleza espiritual-corporal, porque tiene un alma subsistente e inmortal que lo configura trascendiendo al mundo que le rodea e, incluso, a su propio «yo», y al que proyecta, en virtud de su propio dinamismo personal a la relación existencial con «un tú» y, consiguientemente, con «un nosotros», en una palabra, si no se reconoce así como persona abierta trascendentemente a los otros hombres y a Dios, a la hora de tomar conciencia de sí mismo y, por ello, de pensar, de querer y de obrar, establecerá a sí mismo como el único criterio de lo que es verdadero y bueno, es decir, sus intereses y conveniencias. La rectitud de sus acciones las medirá entonces por lo que el mismo decida, independientemente de cualquier otra instancia objetiva que pueda determinar la verdad de su ser y de su vida de modo accesible al conocimiento de la razón y, por lo tanto, capaz de garantizarle su bien verdadero. Si el hombre, individualmente, pretende erigirse en la instancia última de la bondad de sus acciones, es decir, de su conducta moral, la convivencia se hará imposible y el más irracional anarquismo estaría servido. Si pretende conseguirlo por la vía del poder económico, social, cultural y político, quedará garantizado el peligro de la tiranía totalitaria. En cualquiera de las dos hipótesis se producirá en la conciencia, la sustitución de la verdad de la naturaleza personal del hombre —¡de su alma!— y la verdad de Dios, como la medida objetiva del bien, por la categoría del «poder».
Es, en el siglo XX, el tiempo, en el que las consecuencias más funestas para el hombre y la humanidad, que implica el relativismo moral, han sido más desoladoramente evidentes. Romano Guardini se hico eco, como pocos, con una clarividencia verdaderamente profética, del abismo al que se ve abocada la humanidad cuando el hombre se entrega «al poder»: ¡a un poder tan colosal como el que tiene ahora a su disposición por la vía de la ciencia y de su aplicación tecnológica y que no se detiene ni ante las fuentes mismas de la vida humana! Poder físico, psicológico, cultural mediático, político… Con el título Sorge um den Menschen —«Preocupación por el hombre»— se recogen en dos tomos publicados en 1962 y 1966 respectivamente, por primera vez, sus ensayos más emblemáticos en torno a la problemática del poder. Ya en 1957, en el contexto de la nueva Alemania Federal y de «su milagro económico», advierte de que se pueda estar fomentando e, incluso, creando «una cultura» en el sentido objetivo y universal de la expresión (todo lo que el hombre opera hacia fuera de sí mismo, en cualquier ámbito de su existencia, individual y/o social, es «cultura» según él) que pueda resultar una amenaza (Gefährdung) para el futuro de la humanidad. En todo caso, se permite alertar sobre el peligro de «ambigüedad» respecto al valor (ambigüedad sociológica) que es inherente a cualquiera obra o empresa humana. Más aún, le preocupa lo que el llama «la defectuosidad del hombre actual» en el uso y manejo del inmenso poder de que goza (die Unvollständigkeit des heutigen Menschen). Lo ve en grave peligro al estar perdiendo «el hombre interior». El riesgo, al que se expone el hombre contemporáneo, al «menospreciar» su mundo interior (diríamos nosotros: su alma) es el de quedarse en ser y en vivir como «un hombre incompleto» (Ein unvollständiger Mensch). Para alejarle del peligro de caer de nuevo en una tentación de un uso trágicamente inhumano del poder, como ocurrió en la primera mitad del siglo XX, le recomienda sorprendentemente retiro-vida interior y ascesis. (cfr. Romano Guardini, Sorge um den Menschen, Bl. 1, 19884, 14ss. y 39ss; especialmente 61 y ss). Romano Guardini escribía en los años 1955 y 1957.
La evolución ulterior de la formación de la conciencia moral de nuestras sociedades contemporáneas —¿postmodernas?—, alcanzado ya el umbral del Tercer Milenio y a pesar del posible cambio histórico en una dirección personalista del pensamiento más solvente y de la mejor cultura que pudiese haber significado la caída del «muro de Berlín» y, con él, de todo el sistema militar y socio-político de la Unión Soviética, ha ido consolidando en progresión cuantitativa y cualitativa el principio del relativismo moral o ético hasta el punto de que solo él es considerado como el único criterio de moralidad social y políticamente correcto. El cardenal Joseph Ratzinger en su famosa homilía en la Eucaristía de la solemne apertura del cónclave, en el que iba ser elegido Papa, caracterizó luminosamente la situación de la conciencia moral imperante como «dictadura del relativismo». Usando la cosmovisión y el lenguaje del Romano Guardini, nos encontraríamos ante un triunfo del poder sobre la verdad y el bien. La pregunta se hace inevitable: ¿es posible sostener con este trasfondo de una ética puramente relativista un orden jurídico auténticamente democrático que salvaguarde la dignidad de la persona humana, sus derechos fundamentales, las instituciones primarias y originarias que la sustentan y sea capaz de promover y de custodiar el bien común?
En un coloquio celebrado en la Academia Católica de Baviera el 19 de enero de 2004 entre el entonces cardenal Joseph Ratzinger prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y el profesor Jürgen Habermas, el último gran maestro de «la Escuela de Frankfurt» con repercusión mundial en los foros del pensamiento y de la cultura política y jurídica, más influyentes, se abordó en directo el problema en toda su actualidad y significación históricas. Ambos pensadores coinciden en el diagnóstico de la situación ideológica, en la preocupación por el futuro del Estado libre y democrático de derecho y en la necesidad de caer en la cuenta de que es preciso respetar sus fundamentos pre-políticos. El cardenal Ratzinger añadiría al adjetivo «pre-político» él de «moral». Sí, es preciso ¡urgente! el respeto y la salvaguarda de esos principios pre-políticos y morales que no sólo permiten la existencia de la forma libre, social y democrática del Estado de Derecho, sino que incluso, garanticen «la consistencia del mundo» (was die Welt zusammenhält), en expresión que encabeza el título de la ponencia del cardenal Ratzinger. Ambos parten del conocimiento de lo que Habermas califica como «el Teorema Böckenförde», refiéndose al magistrado del Tribunal Constitucional alemán que, en un artículo muy conocido y frecuentemente citado sobre el Estado como resultado del proceso de secularización general de la cultura, sostiene la tesis de que el Estado se mantiene siempre de «fuentes pre-políticas» anteriores a él mismo y que, antropológicamente hablando, no producía, ni podría producir. Ambos intervinientes en el coloquio coinciden en que urge superar el peligro de la ruptura de los vínculos sociales y morales compartidos comúnmente por los ciudadanos de los actuales pueblos y naciones de Europa, y en que hay que encontrar un camino pedagógicamente claro y responsable para re-construir un consenso social general en torno a los presupuestos pre-políticos de la democracia. Conseguirlo realmente exige para ambos Profesores, como condición de su viabilidad práctica, la implicación de los católicos, de los cristianos de otras confesiones y de los cultivadores laicos de un auténtico humanismo no cerrado por principio a la trascendencia (J. Habermas, J. Ratzinger, Dialectik der Säkularisierung, Freiburg – Basel – Wien 2005). ¿Unos once años después del Coloquio de Munich, a la vista del momento actual socio-político, cultural y ético de nuestras sociedades, valdría ya otro discurso distinto del de la recuperación del «alma» o de la superación de la crisis del alma? Entendemos que no.
Conclusión
¿Cómo responder, pues de forma plenamente humana y socialmente responsable a la crisis del alma con todas sus secuelas de maltrato de la dignidad de las personas y de desatención y de abandono del bien común, que tanto afecta a los más indigentes y desfavorecidos de nuestra sociedad? Permítanme recurrir a un pasaje, ya imborrable, del discurso de San Juan Pablo II, en el acto europeísta de la Catedral de Santiago de Compostela el 9 de noviembre de 1982, al concluir sus casi diez días de su viaje apostólico a España, de inolvidable y emocionante memoria, exactamente siete años antes del día 9 de noviembre de 1989, el día en que se derrumbó «el oprobioso» muro de Berlín:
«Yo, obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Universal, desde Santiago, te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad espiritual, en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. No te enorgullezcas por tus conquistas hasta olvidar sus posibles consecuencias negativas. No te deprimas por la pérdida cuantitativa de tu grandeza en el mundo o por las crisis sociales y culturales que te afecta ahora. Tú puedes ser todavía faro de civilización y estímulo de progreso para el mundo. Los demás continentes te miran y esperan también en ti la misma respuesta que Santiago dio a Cristo: «lo puedo». Sí, Europa y España pueden y deben recuperar «su alma».