El antropocentrismo que desde el Renacimiento había animado los sucesivos avances en materia científica, y más tarde fue trasladado a las grandes revoluciones políticas, llegó definitivamente a la vida económica y social. En este contexto de cambio, consciente del clima de contienda que marcaba las relaciones sociales en la primera industrialización, León XIII se preguntó por sus causas. Lejos de las interpretaciones paternalistas de un catolicismo que imputaba el origen de los males a la falta de caridad de los ricos y la desobediencia de los pobres, habló de justicia. La falta de determinación de los respectivos deberes y derechos en las relaciones «entre los que poseen el trabajo y los que poseen el capital», la no intervención del Estado, la relajación de la moral, la concentración del poder económico y político en manos de una «minoría de opulentos y adinerados» había impuesto «poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios» (RN 1). En diálogo con las ideologías dominantes, Rerum novarum respondía: frente a la abolición de la propiedad privada, su universalización; frente a la concentración del capital, el destino universal de los bienes; frente a la desregulación del salario, su regulación atendiendo a sus dimensiones personal y necesaria; frente a la no intervención del Estado, la intervención desde el derecho y la política para ordenar las relaciones socioeconómicas y velar por la justicia de las condiciones de vida de los que menos tienen. El reconocimiento del trabajo como fuente de riqueza nacional, la condena de la violencia como instrumento de resolución de conflictos, la defensa del derecho de asociación obrera o la defensa de la dimensión social de la propiedad son algunas de las cuestiones que plantea la encíclica. La dimensión histórica de la DSI impide los anacronismos. Pero, pese al paso de los años, como certificó Pío XI, sigue siendo la «magna carta del orden social».