Las 15 enfermedades de la Curia romana
El Papa pidió el lunes a sus más estrechos colaboradores del Vaticano que hagan un «auténtico examen de conciencia» y pidan perdón a Dios como preparación a la Navidad. En un histórico discurso, en pleno proceso de reforma de los organismos vaticanos, el Papa compara la Curia romana a un cuerpo del que forman parte los distintos dicasterios y oficinas, y resalta que, «como todo cuerpo humano, está expuesta a las enfermedades». En particular, citó estas quince:
1. La enfermedad de sentirse inmortal, inmune, o incluso indispensable, descuidando los controles necesarios y habituales. Una Curia que no se autocritica, que no se actualiza, que no trata de mejorarse, es un cuerpo enfermo. (…) Esta enfermedad deriva con frecuencia de la patología del poder, del complejo de los elegidos, del narcisismo que mira con pasión la propia imagen y no ve la imagen de Dios impresa en el rostro de los demás, especialmente de los más débiles y necesitados (Evangelii gaudium, 197-201). El antídoto a esta epidemia es la gracia de sentirnos pecadores y de decir con todo el corazón: «Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lucas 17, 10).
2. Hay otra: la enfermedad del martismo (que viene de Marta), la excesiva laboriosidad: es decir, quienes se sumergen en el trabajo, descuidando inevitablemente la mejor parte: sentarse a los pies de Jesús. (…) El tiempo de descanso de quien ha cumplido con su misión es necesario, un deber y debe ser vivido seriamente: al transcurrir algo de tiempo con los familiares y al respetar las vacaciones como momentos de regeneración espiritual y física. (…)
3. Se da también la enfermedad de la fosilización mental y espiritual: es decir, de quienes tienen un corazón de piedra y son duros de cerviz; de quienes, con el tiempo, pierden la serenidad interior, la vivacidad y la audacia, y se esconden bajo documentos de papel, convirtiéndose en máquinas de burocracia y no en hombres de Dios (Hebreos 3, 12). ¡Es peligroso perder la sensibilidad humana necesaria que nos permite llorar con quienes lloran y alegrarnos con quienes se alegran! Es la enfermedad de quienes pierden los sentimientos de Jesús. (…)
4. La enfermedad de una planificación excesiva y del funcionalismo: cuando el apóstol planifica todo minuciosamente y cree que, con una perfecta planificación, todo avanza, se convierte en un contable o asesor fiscal. Prepararlo todo bien es necesario, pero sin caer nunca en la tentación de querer encerrar y pilotar la libertad del Espíritu Santo, que siempre es más grande, más generosa que toda planificación humana. (…)
5. La enfermedad de la mala coordinación: cuando los miembros pierden la comunión entre ellos mismos y el cuerpo pierde su funcionalidad armoniosa y su temperanza, convirtiéndose en una orquesta que hace ruido, pues sus miembros no colaboran, no viven el espíritu de comunión y de equipo. Cuando el pie le dice al brazo: No te necesito, o la mano a la cabeza: Aquí mando yo, causando malestar y escándalo.
6. Se da también la enfermedad del Alzheimer espiritual: es decir, la del olvido de la historia de la Salvación, de la historia personal con el Señor, del primer amor. Se trata de una pérdida progresiva de las facultades espirituales, que en un período de tiempo más o menos largo provoca graves discapacidades en las personas. (…) Lo vemos en aquellos que han perdido la memoria de su encuentro con el Señor; en quienes no tienen el sentido deuteronómico de la vida; en quienes dependen completamente de su presente, de sus pasiones, caprichos y manías; en quienes edifican a su alrededor muros y costumbres, convirtiéndose cada vez más en esclavos de los ídolos que han esculpido con sus propias manos.
7. La enfermedad de la rivalidad y de la vanagloria: cuando la apariencia, el color del vestido y las insignias honoríficas se convierten en el objetivo primario de la vida, olvidando las palabras de san Pablo: «Nada hagáis por rivalidad, ni por vanagloria, sino con humildad, considerando cada cual a los demás como superiores a sí mismo, buscando cada cual no su propio interés, sino el de los demás» (Filipenses 2, 1-4). Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y mujeres falsos y a vivir en un falso misticismo. El mismo san Pablo los define «enemigos de la Cruz de Cristo», «cuya gloria está en su vergüenza, pues no piensan más que en las cosas de la tierra» (Filipenses 3, 19).
8. La enfermedad de la esquizofrenia existencial: es la enfermedad de quienes viven una doble vida, fruto de la hipocresía típica del mediocre y progresivo vacío espiritual que doctorados y títulos académicos pueden llenar. Una enfermedad que afecta con frecuencia a quienes, tras abandonar el servicio pastoral, se limitan a los asuntos burocráticos, perdiendo el contacto con la realidad, con las personas concretas. Crean así su propio mundo paralelo, en el que dejan de lado todo lo que enseñan severamente a los demás y comienzan a vivir una vida escondida y con frecuencia disoluta. La conversión es sumamente urgente e indispensable para esta grave enfermedad.
9. La enfermedad de los chismes y de la murmuración: de esta enfermedad ya he hablado muchas veces, pero nunca suficientemente: es una enfermedad grave, que comienza simplemente con una conversación y se adueña de la persona, haciendo que se convierta en sembradora de cizaña (como Satanás), y en muchas ocasiones en asesina a sangre fría de la fama de los propios colegas y hermanos Es la enfermedad de las personas cobardes que, al no tener el valor de hablar directamente, chismorrean por detrás. (…) Hermanos, ¡evitemos el terrorismo de los chismes!
10. La enfermedad de divinizar a los jefes: es la enfermedad de quienes cortejan a los superiores, esperando obtener su benevolencia. Son víctimas del afán de hacer carrera y del oportunismo, honran a las personas y no a Dios. Son personas que viven el servicio pensando únicamente en lo que tienen que alcanzar, y no en lo que tienen que dar. Personas mezquinas, infelices e inspiradas únicamente por el propio egoísmo fatal. Esta enfermedad podría golpear también a los superiores, cuando cortejan a algunos de sus colaboradores para obtener su sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero el resultado final es una auténtica complicidad.
11. La enfermedad de la indiferencia hacia los demás: cuando cada quien piensa sólo en sí mismo y pierde la sinceridad y el calor de las relaciones humanas. Cuando el más experto no pone su conocimiento al servicio de los colegas menos expertos. Cuando se recibe una información y se guarda en vez de compartirla con los demás. Cuando, por celos o por falsa astucia, se regodea al ver cómo cae el otro, en vez de ayudarle a levantarse y alentarle.
12. La enfermedad de la cara de funeral: es decir, de personas hurañas y ceñudas, que consideran que, para ser serios, es necesario llenar el rostro de melancolía, de severidad y tratar a los demás -sobre todo a los que consideran inferiores- con rigidez, dureza y arrogancia. En realidad, la severidad teatral y el pesimismo estéril son a menudo síntomas de miedo e inseguridad. El apóstol debe esforzarse en ser cortés, sereno, entusiasta y alegre, en transmitir felicidad allí donde se encuentra. Un corazón lleno de Dios es un corazón feliz, que irradia y contagia con la alegría a todos los que se encuentran a su alrededor. ¡Se ve inmediatamente! No perdamos, por tanto, el espíritu gozoso, lleno de humor, incluso autoirónico, que nos hace personas amables, incluso en las situaciones difíciles. ¡Qué bien nos sienta una buena dosis de sano humorismo! Nos ayudará mucho rezar con frecuencia la oración de santo Tomás Moro: yo la rezo todos los días, me ayuda.
13. La enfermedad de la acumulación: cuando el apóstol trata de llenar un vacío existencial en su corazón acumulando bienes materiales, no por necesidad, sino sólo para sentirse al seguro. (…) La acumulación sólo da peso y hace más lento el camino de manera inexorable. Me estoy acordando de una anécdota: en una época, los jesuitas españoles describían a la Compañía de Jesús como la caballería ligera de la Iglesia. Recuerdo la mudanza de un joven jesuita que, mientras cargaba en un camión sus numerosos bienes (maletas, libros, objetos y regalos), alguien le dijo, con la sonrisa sabia de un viejo jesuita que le estaba mirando: «¿Ésta es la caballería ligera de la Iglesia? Nuestras mudanzas son un signo de esta enfermedad.
14. La enfermedad de los círculos cerrados: cuando la pertenencia al grupito se vuelve más fuerte de la pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a Cristo mismo. Esta enfermedad también nace siempre de buenas intenciones, pero, con el paso del tiempo, esclaviza a los miembros convirtiéndose en un cáncer, que pone en peligro la armonía del Cuerpo y causa tanto mal -escándalos-, especialmente entre nuestros hermanos más pequeños. La autodestrucción o el fuego amigo de los conmilitones es el peligro más subrepticio. Es el mal que golpea desde dentro y, como dice Cristo, «todo reino dividido contra sí mismo queda asolado» (Lucas 11, 17).
15. Y la última: La enfermedad del beneficio mundano, del exhibicionismo: cuando el apóstol transforma su servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener provechos mundanos o más poderes. Es la enfermedad de las personas que tratan incansablemente de multiplicar poderes, y por este objetivo son capaces de calumniar, de difamar y de desacreditar a los demás, incluso en periódicos y en revistas, obviamente para exhibirse y demostrar que son más capaces que los demás. Esta enfermedad también hace mucho daño al Cuerpo, porque lleva a las personas a justificar el uso de cualquier medio con tal de alcanzar tal objetivo, a menudo en nombre de la justicia y de la transparencia. Aquí me viene a la mente el recuerdo de un sacerdote que llamaba a los periodistas para contarles (e inventar) cosas privadas de los propios hermanos y parroquianos. Para él, lo que contaba era sólo verse en las primeras páginas, pues así se sentía poderoso e importante, causando mucho mal a los demás y a la Iglesia. ¡Pobrecito!
Traducción: Jesús Colina. Roma