La vuelta al hoy
Ni esta niña ni mi hija afrontan esta vuelta al colegio con el dramatismo con el que lo hacemos algunos padres. Porque, para ellos, el cambio es natural y no necesitan controlarlo todo. Aún no han tenido tiempo de entorpecer su naturaleza, de retorcer su talante, de desaliñar su inocencia
Creo que mi hija afronta el nuevo curso con más naturalidad que yo. El otro día le pregunté si tenía ganas de ir al cole nuevo, que es la pregunta más idiota que probablemente le haya hecho nunca ningún padre a ninguna hija. Me contestó con suma inteligencia: «Bueno, estoy un poco nerviosa». Estar un poco nervioso por ir a un sitio nuevo es natural, pero en mi cabeza de padre posmoderno aquello sonó a apocalipsis total. Si diera rienda suelta a mis temores sería algo así: «Madre mía, con 5 años y le hago esto, le cambio de colegio, va a ser horrible para ella, no conoce a nadie y lo va a pasar fatal, creoquesoyelpeorpadredelahistoria…». Así que ahora observo esta foto y me supongo a esa niña con cara de angustia, imaginando una vuelta al cole durísima que encima tendrá que afrontar con esa sudadera que parece diseñada por el Pollo Pepe. Y encima la dependienta fuerza una sonrisa, claro, para disimular el infierno que se le avecina a la pobre.
Por supuesto, ni esa niña ni mi hija afrontan esta vuelta al colegio con el dramatismo con el que lo hacemos algunos padres. Porque, para ellos, el cambio es natural y no necesitan controlarlo todo. Aún no han tenido tiempo de entorpecer su naturaleza, de retorcer su talante, de desaliñar su inocencia. Y, por suerte, no prestan demasiada atención a los informativos de la tele o de la radio. Si lo hicieran, sabrían que esta vuelta al cole es la más cara de la historia, que «hay que ver el papel qué caro está», que «ojito con el precio del autobús de la ruta escolar» y que, «oh, Señor, han vuelto a cambiar el temario y no puede heredar el libro de texto». El niño afronta el día como si fuera lo único que tiene, y así es: solo hoy existe, el resto es historia o periodismo. Así que esa niña de la foto, cuyo rostro no vemos, piensa en que a lo mejor le gusta más el jersey en rojo, o en que su madre no le ha comprado un Dormi Loco, o qué sé yo, en alguna nadería maravillosa que mi adulta mente no sería capaz de traducir. No veo su rostro, pero seguro que es el rostro de Dios. Y ahí sí, arrodillado ante su misterio, entonces puedo afrontar la vuelta, con su hipoteca desbocada y su gasoil a dos euros. En el misterio de este presente que siempre cambia puedo vivir eternamente. Pero necesito a un niño para recordármelo, porque ellos cambian cada día y en ese cambio permanente son capaces de enseñarnos a rezar. A esperar, que es lo propio. «Nosotros llamamos rostro al modo en el cual se presenta el otro, que supera la idea del otro en mí», escribió Emmanuel Lévinas. No veo el rostro de esa niña y por eso sé que existe y que se presenta en paz, ahora, en este presente regalado que ni va ni vuelve, sino que es para siempre hoy.