En esta charla, quisiera abordar la crisis contemporánea del matrimonio y la familia, y, en general, de la visión cristiana de la sexualidad humana. De hecho, es cada vez más evidente que el deprecio de la indisolubilidad de la alianza matrimonial, y el rechazo generalizado de una ética sexual responsable y madura basada en la práctica de la castidad, han dado lugar a graves problemas sociales que acarrean un inmenso costo humano y económico.
Una mención especial debe hacerse a las poderosas corrientes políticas y culturales que buscan modificar la definición legal del matrimonio. Los concienzudos esfuerzos de la Iglesia para resistir esta presión requieren una defensa razonada del matrimonio como institución natural, que consiste en la comunión específica de personas, esencialmente enraizada en la complementariedad de los sexos y orientada a la procreación. Las diferencias sexuales no pueden descartarse como irrelevantes para la definición de matrimonio. La defensa de la institución del matrimonio como una realidad social es, en última instancia, una cuestión de justicia, ya que implica salvaguardar el bien de toda la comunidad humana y los derechos de los padres y de los niños por igual.
En nuestras conversaciones, habéis señalado con preocupación las dificultades crecientes al comunicar la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio y la familia en su integridad, y la disminución en el número de jóvenes que se acercan al sacramento del matrimonio. Ciertamente, debemos reconocer las deficiencias en la catequesis de las últimas décadas, que en algunas ocasiones no han logrado comunicar el rico patrimonio de la doctrina católica sobre el matrimonio como institución natural, elevada por Cristo a la dignidad de sacramento, la vocación de los esposos cristianos en la sociedad y en la Iglesia, y la práctica de la castidad conyugal. A nivel práctico, los programas de preparación para el matrimonio deben ser revisados cuidadosamente. En este contexto, no podemos olvidar el grave problema pastoral que presenta la práctica generalizada de la cohabitación, a menudo por parejas que parecen no darse cuenta de que es un pecado grave, por no mencionar sus perjuicios para la estabilidad de la sociedad.
Hay una necesidad urgente de que toda la comunidad cristiana recupere el aprecio de la virtud de la castidad. No es simplemente una cuestión de presentar argumentos, sino de apelar a una visión integral, coherente y estimulante de la sexualidad humana. La riqueza de esta visión es más sólida y atractiva que la de las ideologías permisivas exaltadas en algunos sectores que, de hecho, constituye una forma poderosa y destructiva de anti-catequesis para los jóvenes. La castidad, como enseña el catecismo, «implica un aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana».
Para concluir, quisiera recordar que todos nuestros esfuerzos en este sector apuntan, en última instancia, al bien de los niños, que tienen un derecho fundamental a crecer con una sana comprensión de la sexualidad y de su lugar apropiado en las relaciones humanas. Los niños son el tesoro más grande y el futuro de toda sociedad: preocuparse por ellos significa reconocer nuestra responsabilidad de enseñar, defender y vivir las virtudes morales que son la clave de la realización humana. Espero que la Iglesia en los Estados Unidos, no obstante su pesadumbre por los acontecimientos de la última década, persevere en su misión histórica de educar a los jóvenes, contribuyendo así a la consolidación de esa sana vida familiar, que representa la garantía más segura de la solidaridad intergeneracional y de la salud de la sociedad en su conjunto.
A un grupo de obispos de Estados Unidos, en visita ad limina
(9-III-2012)