Vivimos tiempos difíciles para muchas cosas, también para la presencia pública de la teología cristiana, pues la fuente que la sustenta —la fe— no lo tiene nada fácil, tanto por las condiciones ambientales de laicismo como por las distorsiones de la religión en forma fundamentalista o sectaria o por el ambiente digital que afecta decisivamente a la vivencia religiosa. Al decir teología pienso, sobre todo, en el discurso que en público utilizan los pastores cuando hacen sus pronunciamientos sobre materias de relevancia para el conjunto de la sociedad; o los teólogos y teólogas, cuando aportan su visión sobre alguna cuestión que esté en debate social. El pastor no puede dejar de hacer oír su voz hacia dentro y hacia fuera de la comunidad católica, y el teólogo genuino normalmente tendrá una auténtica vocación de presencia pública, para dar razón de la esperanza en Cristo (1 Pe 3, 15).
En realidad, la Iglesia no puede dejar de hacer el esfuerzo de decir «una palabra de vida», pues se reconoce, no por arrogancia sino por sentido del deber y por responder a la acción del Espíritu, como «experta en humanidad, capaz de comprender al ser humano en su vocación y aspiraciones, en sus límites y recelos, en sus derechos y deberes, y decir una palabra de vida que reverbera en las circunstancias históricas y sociales de la existencia humana» (Compendio de doctrina social de la Iglesia, nº 61).
Pero, ¿cómo decir esa palabra de vida cuando parece que la cultura pública la rechaza o cree que no la necesita? Y, al mismo tiempo, ¿cómo no hablar cuando tenemos una muy buena noticia que dar al mundo y sentimos que este la necesita? Esa palabra de vida no es solo para enseñar sino también para aprender, por eso se hace diálogo, pues, como dijo Benedicto XVI, «la verdad es lógos que crea diá-logos y, por tanto, comunicación y comunión» (Caritas in veritate 4).
En nuestra cultura pública asistimos a una paradoja: se apoya decididamente una supuesta asepsia axiológica de neutralidad pública que impide la inclusión de las voces religiosas, pero al mismo tiempo la esfera pública se presenta como espacio abierto a todo lo que a él se quiera llevar. Dudo de que tal apertura sea real, pero lo que parece fuera de toda duda es que la amalgama y mezcolanza de ofertas produce a menudo un efecto de indigestión y de confusión más que considerable en muchas personas.
Las cosas aún se complican más en países de multisecular cultura católica en los que, además, se practica el deporte de poner en tela de juicio el derecho de participar de los católicos en el debate público sobre cuestiones de moral social o personal, aduciendo que la doctrina moral católica exige, para su comprensión y aceptación, un «acto de fe», unas «creencias» particulares, y, consiguientemente, se dice con mayor o menor claridad que las «razones» que ofrece la moral católica no son ni razonables ni compartibles por los no católicos. La fe es vista como el sentido no racional de lo sagrado que abraza la vida del creyente y determina sus creencias, valores y conducta; una fe así entendida se presenta en oposición a la razón. Cada persona es libre para adherirse o no a una confesión religiosa, pero lo importante es que tal profesión de fe no tenga repercusión en los espacios públicos, en los debates y comportamientos sociales, políticos, económicos y culturales. Si la tiene, entonces surgen los conflictos y las descalificaciones.
Constatamos que hoy no hay en nuestras sociedades un conjunto de principios éticos que den un punto de partida sobre el cual todos los ciudadanos puedan estar de acuerdo y que, además, faltan cultivos sanos prepolíticos que motiven a las personas a favor del bien común y la amistad cívica. Existen muy pocos espacios de diálogo entre los que piensan de manera diferente sobre el valor de la vida y el bien. A favorecer esos cultivos éticos quiere contribuir una teología pública cristiana convencida de que, para respetarnos, dialogar y convivir, necesitamos compartir la relación personal y comunitaria que las comunidades religiosas cultivan con Dios como un bien disponible para todos, incluso para los no creyentes.
En ese deseo a favor del bien de todos aparece la pertinencia de la teología pública dentro de la llamada al diálogo que la Iglesia hizo misión propia en el Concilio Vaticano II y que el Papa Francisco actualiza hoy. Es el diálogo no como estrategia o simple método de evangelización, sino como modo de ser de Dios, que pide a su pueblo participar constructivamente con todos, en medio del mundo. El diálogo de la comunidad trinitaria se hace Palabra de salvación para la humanidad en la encarnación del Verbo, marcando así la misión de los cristianos en las sociedades humanas.
Para el libre desempeño de tan importante misión reclamamos, por una parte, el reconocimiento del rol público a la religión ejercido a favor de la convivencia en la diversidad y, por otra, reconocemos que la complejidad de la sociedad exige pensar cuidadosamente el modo más adecuado de participar. Dicho aquí y ahora con brevedad: el mejor modo de presencia cristiana es el testimonio de una vida de unión con Cristo que lleva a las personas y a las comunidades a dar frutos en la caridad para la vida del mundo. Ese testimonio de vida siempre da consistencia y coherencia a las voces que se expresan en público de modo inteligible en nombre del Señor y de la Iglesia.