Suele defenderse hoy la libertad de expresión como algo absoluto. Me temo que no se plantea bien este delicado asunto. Para clarificarlo, debemos liberarnos de la seducción que ejercen los términos talismán y superar la ambigüedad que encierra el vocablo libertad. Por diversas razones, ciertos términos han adquirido a lo largo de la historia un prestigio tal que son considerados como una panacea y apenas hay quien ose matizarlos como es debido. Se los suele aceptar sin matización alguna. Por eso se habla, sin más, de la libertad, la libertad de elegir, la libertad de expresión… Esto responde a una forma elemental de pensar.
Una mirada atenta nos permite descubrir que hay dos tipos de libertad, pero solo suele hablarse de uno, el menos valioso: la libertad de maniobra, la capacidad de hacer lo que uno desee, sin traba alguna. Si tengo un piano, puedo venderlo o regalarlo, usarlo o arrumbarlo. Es un utensilio; lo poseo y lo manejo a mi arbitrio. Pero, si me pongo a tocar el piano, debo obedecer a las normas que me dan la partitura y el arte de la interpretación. Parece que, con ello, renuncio a la libertad de maniobra, la libertad de hacer con la obra lo que yo quiera. Y es verdad. Pero también lo es que, al obedecer a tales normas, adquiero una forma superior de libertad; la libertad creativa. Esta libertad actúa siempre con respeto, estima y actitud colaboradora. La libertad inferior –la de maniobra– actúa con voluntad de posesión, dominio y manejo interesado.
Yo soy profesor y dispongo de la llamada libertad de cátedra, pero esta libertad se me concede para cumplir con mi deber, no para incumplirlo. Soy libre para exponer, sin interferencias de nadie, los contenidos de mi programa de la forma que juzgue óptima, pero no lo soy para explicar otros temas arbitrariamente. Con toda razón podrían reprochármelo los alumnos, pues no tendría derecho a ello. La libertad de maniobra debe ir unida a la libertad creativa, pues ser libres –con libertad de maniobra– es un privilegio que se nos concede para practicar el bien.
Mingote, ejemplo de humorista
Suele considerarse «humorista» a quien, con la palabra y el dibujo, fustiga los fallos de las gentes, suscita la risa de los lectores con ciertas caricaturas, entretiene con juegos ingeniosos de palabras… Pero esto debe ser matizado. No basta realizar esa actividad para merecer el valioso calificativo de humorista. El que fustiga los fallos de alguien de forma mordaz, de modo que pueda menoscabar su dignidad y dañar su reputación, cultiva la sátira, no el humorismo. Si lo hace con templanza y buen humor, entra en la categoría de humorista. Critica los defectos de una persona o un grupo, pero lo hace con indulgencia, esperando que sean capaces de mejora. Ejemplo de ello lo tuvimos en nuestro magnífico Antonio Mingote.
La libertad madura, propia de las personas desarrolladas, es la que sirve al fomento del encuentro y la concordia, no al de la discordia y la destrucción. La auténtica libertad no sirve nunca al mal, sino al bien. Y, al consagrarse al servicio del bien, no empobrece su sentido y su alcance. Todo lo contrario; al ponerse ella misma límites por vincularse a la libertad creativa, es justo cuando se convierte en una libertad auténtica, la gran colaboradora de quien desea adquirir la plenitud personal. Se puede cultivar la sátira cuando es con el fin de promover el bien de las personas, pero nunca para conseguir el goce desalmado de dañarlas. Mofarse de una persona supone someterla a un descenso de nivel aniquilador, y dejarla desasistida.
Estoy lejos de propugnar algún tipo de censura, término antitalismán muy socorrido en los últimos tiempos. Lo que sí defiendo es la necesidad de que se repudie socialmente el uso arbitrario de la libertad de expresión, por la razón profunda de que eso significa envilecer uno de los dones más preciados de la naturaleza humana: la libertad de expresión creativa. Por eso no tiene sentido salir en defensa de la libertad de ofender, sobre todo cuando se trata de los sentimientos más profundos y sagrados. Este tipo tosco de libertad, que rehúye madurar y convertirse en libertad creativa, no es digna de un ser humano, que es por esencia un ser de encuentro. A esa dignidad se opone tanto el ofender como el vengar cruelmente la ofensa. Lo digno es crear ámbitos de concordia, mediante el ejercicio humanísimo de la libertad creativa, que no se opone a la libertad de maniobra; la perfecciona, en cuanto le da pleno sentido.