Recientemente el Papa ha contrapuesto la figura de los profetas, siempre necesarios en la Iglesia, a la de aquellos que son, por oficio, «recriminadores». No creo que haya sido por casualidad, porque es cierto que en este momento abundan, desde ambas orillas, los recriminadores (cada vez más ácidos e incluso violentos), mientras escasean los verdaderos profetas.
Para empezar el profeta siempre mira en primer lugar a Dios y no a sí mismo. Su misión brota de lo que pide Dios, no de sus planes o esquemas. Y eso generalmente escuece, porque es un gran sacrificio aceptar que uno no tiene la última ratio, que no es dueño sino servidor. A ningún verdadero profeta se le ocurre serlo por iniciativa propia, mientras que el recriminador está encantado con su oficio: su gran disgusto sería no poder volcar su bilis sobre alguno de sus hermanos. Naturalmente, el profeta recrimina cuando es necesario, pero la hace para abrir las puertas, para mostrar un horizonte de verdad y de bien a su pueblo (al que también pertenece, del que no se separa). Y lo hace con dolor, porque siente como propias la fragilidad, el extravío, e incluso el pecado de su gente.
Francisco ofrece dos contraseñas insuperables del verdadero profeta en la Iglesia: que es capaz no sólo de decir la verdad, si hace falta con dureza, sino también de llorar por el pueblo que ha abandonado la verdad; y que al realizar su menester se juega la piel (léase la comodidad, la fama e incluso la vida). Por el contrario, el recriminador eclesial no llora sino que escupe; y no se arriesga sino que se protege tras el muro de su autosuficiencia o de su esquema ideológico.
Ahora que se acerca el 40 aniversario de la muerte del beato Pablo VI y nos alegramos por su ya próxima canonización (que probablemente tendrá lugar en octubre), me parece que su figura (entre otras muchas) ilustra de un modo precioso la aguda contraposición que ha dibujado el Papa Francisco. Es impresionante la lectura de su última homilía, pronunciada el 29 de junio de 1978, donde se advierten a un tiempo la fiereza del pastor que reclama la adhesión a la única verdad que salva, y el dolor por la ceguera y la cerrazón de una parte del pueblo cristiano, seducido por cualquier viento de doctrina. Como bien decía un testigo privilegiado de la época, el cardenal Thiandoum, si Pedro lloró por haber traicionado a Jesús, Pablo VI lloraba por el dolor que supuso para él permanecer fiel en medio de la tormenta.
Ciertamente Pablo VI lloró por su pueblo y por el mundo, del que se sentía padre, mientras afirmaba contra viento y marea la enseñanza de Cristo y de la Iglesia. Y aceptó ser vilipendiado por unos y por otros, como buen profeta. Por cierto, entre quienes le zaherían no faltaron en primera fila algunos de esos recriminadores eclesiales de oficio, de izquierda y de derecha, siempre prestos, supuestamente, a salvar a la Iglesia de sus males, cuando lo que pretenden es hacerla rehén de sus proyectos miopes. Como ha dicho Francisco, tenemos que suplicar incansablemente al Señor que nos envíe profetas que ayuden a revitalizar nuestras raíces y nuestra pertenencia, que nos hagan ir siempre adelante.