La venida del Señor
1er domingo de Adviento / Mateo 24, 37-44
Evangelio: Mateo 24, 37-44
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé. En los días antes del diluvio, la gente comía y bebía y se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre: dos hombres estarán en el campo: a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevarán y a otra la dejarán. Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría que abrieran un boquete en su casa. Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre».
Comentario
Con el primer domingo de Adviento empieza un nuevo año litúrgico. El recomenzar no debe entenderse como un signo de monotonía, sino, al contrario, como la buena noticia de que comenzar de nuevo es siempre posible para el creyente. En la vida de fe estamos llamados a retomar el camino, sea cual sea la situación en la que nos encontremos, creyendo más en la misericordia de Dios que en la evidencia de nuestra debilidad. El comienzo de un nuevo año litúrgico está entonces siempre caracterizado por un pasaje evangélico que pone el acento en la venida gloriosa del Hijo del hombre, una venida que pone al creyente a la espera.
El pasaje evangélico de este domingo del año litúrgico A, tomado del Evangelio según Mateo, presenta una parte del discurso escatológico que Jesús dirige a sus discípulos, mostrando la dimensión judicial del anuncio de la venida del Señor y su capacidad de interpelar al creyente. Así, nos advierte de la llegada del Señor. Este es el aviso del Adviento: el Señor viene. Él llega en el recuerdo de la Navidad, pero también en la venida gloriosa y definitiva que esperamos recordando esa Navidad. Son las dos venidas ahora identificadas, fundidas.
Jesús avisa de que no sorprenda la venida del Señor. ¿A quién puede asombrar su llegada? A quien no la espera y duerme. Al que vive en la noche, al que no quiere despertar. En el fondo de eso está latiendo el miedo a mirar. No queremos ver, nos negamos a afrontar. Por eso, el Señor nos invitará a estar en vela para estar preparados. Se trata de estar bien dispuestos para un encuentro. Es decir, que nos hayamos armado interiormente para ese encuentro que puede resultar destructivo si no estamos preparados. Y puede ser destructivo no porque el que llega venga a destruir, sino porque su grandeza es tal que, si nuestro corazón no está abierto, si no nos hemos ido acostumbrando a Él —y por eso nos da tiempo—, puede ser trágico, catastrófico.
Empecemos la preparación; que el tiempo del Adviento sea un verdadero Adviento. ¿Qué podríamos hacer? Programemos un Adviento de austeridad para acercarnos a aquellos pastores que esperaban al Señor. Preparemos los regalos para el portal: oro, incienso y mirra. Aunque el Señor no quiere esos regalos para Él, sino para sus hermanos, los pobres.
El primer regalo: el oro. Cuando el dinero no es un instrumento de caridad se convierte en un medio de perdición. ¡Cuántas veces nos lo recuerda el Papa Francisco! Esta es la predicación cristiana. El oro es para la caridad, para la comunicación de bienes.
El segundo regalo: el incienso. Es ese humo oloroso con el que reconocemos la dignidad de Dios, o de alguien muy importante. El incienso ante la cuna de un Niño, para reconocer su dignidad. No echemos incienso ni a los reyes ni a los poderosos ni a los gobernadores, sino a los pequeños, y así todos ganaremos en dignidad y la venida del Señor se aproximará.
El tercer regalo: la mirra. Es la conservación. En aquel momento se trataba de la conservación que el hombre necesita sobre todo cuando muere. Es la inmortalidad. El Adviento es un tiempo para pensar en el Cielo, en la Vida eterna, en la belleza del encuentro con Dios. Lo repetiremos a lo largo de estos domingos, porque parece que se nos ha olvidado, y por eso morimos desesperados. De este modo, no afrontamos con valor las circunstancias de la vida.
Carguemos en el zurrón el oro, el incienso y la mirra, y comencemos a repartirlo en los portales que encontremos antes de llegar al Portal porque, de lo contrario, no nos admitirán en el pesebre de Belén.
La Iglesia está expectante; todos nosotros estamos a la espera. Vivimos en una estación, sirviendo y aguardando al Señor, al Esposo, a nuestro Dios. Que Él nos conceda valor para confiar y esperar, inventiva para hacer productiva la espera, fortaleza para aguantar el desánimo, alegría para sostener a los que ya no pueden más. No abandonemos la estación, no nos alejemos, porque el Señor llegará.