La vacuna y la esperanza
Esa vacuna no va a solucionarnos más que esta vida, este «instante entre dos eternidades», este fugaz paso por el ahora. Que no es poco, pero que no lo es todo
La bendición urbi et orbi de esta Navidad no podía saber a aglomeración y aplauso. Y quizá por eso, esta foto que tiene silencio y espacio nos trae un eco mayor. El Papa volvió a recordar la urgente tarea de recuperar la fraternidad. Como si fuera un epílogo a su última encíclica, Francisco escogió el asunto de la vacunación ante la COVID-19 como banco en el que probar la teoría de Fratelli tutti: «Vacunas para todos, especialmente para los más vulnerables y necesitados de todas las regiones del planeta». Lo cierto es que la compra de las vacunas y su distribución es una de esas cuestiones que nos resultan extrañas. Confiamos en que se haga bien. Confiamos en el sistema. Sin embargo, Oxfam ha denunciado que los países ricos –aquellos en los que vive el 14 % de la población mundial– ya se han hecho con el 51 % de las dosis. Y, aunque hay una cierta organización para atender a los países pobres, no parece probable que vayan a recibir las vacunas en las mismas condiciones. Tiene, por tanto, todo el sentido que, delante de la Sagrada Familia, auténtica esperanza para todo hombre en todo tiempo, el Santo Padre haga un llamamiento a la conciencia del mundo: «No podemos dejar que el virus del individualismo radical nos venza y nos haga indiferentes al sufrimiento de otros hermanos y hermanas».
Un virus del que apostató el fundador mismo del liberalismo. En su Teoría de los sentimientos morales, Adam Smith recuerda que ninguna prosperidad puede fundarse en el egoísmo, y alude a la imaginación como elemento clave para ponerse en el lugar –y en el dolor– del otro. Es más, «ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros es pobre y miserable». Así que, ni desde el liberalismo, ni mucho menos desde ese colectivismo atroz que disuelve a la persona, puede afirmarse que un hombre tenga más derecho que otro a recibir una vacuna frente a este virus mortal. Ahora bien, retomemos ese tapiz que antecede al Papa Francisco y recordemos, con poca o mucha fe, que esa vacuna tan anhelada no va a solucionarnos más que esta vida, este «instante entre dos eternidades», este fugaz paso por el aquí y el ahora. Que no es poco, claro, pero que no lo es todo.
Por eso la retórica bélica que ha aflorado estos meses y que pretendía concienciar a una ciudadanía ya de por sí retirada y asustada resultaba tan poco convincente, como acaba de señalar el profesor Manuel Arias Maldonado en Desde las ruinas del futuro: «Suena como un flatus vocis, ideado por asesores de comunicación». Frente a ese vacío retórico y la promesa de una salvación desinflada de eternidad, el Niño que nos ha nacido trae consigo una Vida sin fin, una salvación frente a nuestros años «de fatiga y vanidad». Con el Papa, pidamos el triunfo de «las leyes del amor y de la salud de la humanidad» en el reparto de las vacunas… y en la vida que espera: las tensiones en Chile, Venezuela, en el Mediterráneo oriental, entre israelíes y palestinos, los niños que sufren en Siria, Yemen e Irak, la enorme crisis que atraviesa Líbano, las mujeres que sufren la violencia y tantas otras causas que permanecen vivas y escondidas tras el aparatoso ruido de la pandemia.