La todopoderosa ternura - Alfa y Omega

La todopoderosa ternura

Alfa y Omega

«Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir, mediante la compasión, a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana»: lo decía en su encíclica de 2007 Spe salvi, sobre la esperanza cristiana, Benedicto XVI, y lo recordó de nuevo en su visita a la Fundación Instituto San José, durante la JMJ de Madrid 2011. Y tal inhumanidad acaba destruyendo, no al que sufre, sino a quien de este modo rechaza el sufrimiento. Por el contrario, el que sufre cualquier discapacidad ¡construye a cuantos le rodean!, como añadía el Papa dirigiéndose a los cuidadores de este centro madrileño: «Vosotros sois testigos del bien inmenso que constituye la vida de estos jóvenes para quien está a su lado y para la Humanidad entera. De manera misteriosa pero muy real, su presencia suscita en nuestros corazones, frecuentemente endurecidos, una ternura que nos abre a la salvación. Ciertamente, la vida de estos jóvenes cambia el corazón de los hombres y, por ello, estamos agradecidos al Señor por haberlos conocido».

Su presencia, sí, suscita ternura. Y es más exacto reconocerlos como los que tienen otras capacidades, ¡la gran capacidad, justamente, de suscitar ternura! Desde su elección como sucesor de Pedro, el Papa Francisco no ha dejado de repetir, una y otra vez, esta hermosa palabra. En la ordenación de sacerdotes, el pasado 21 de abril, les decía: «A los enfermos les daréis el alivio del óleo santo, y también a los ancianos: ¡no sintáis vergüenza de mostrar ternura con los ancianos!»; y el 5 de mayo, a los miembros de las Hermandades y cofradías reunidos en la Plaza de San Pedro, los exhortaba con el mismo leitmotiv: «¡Sed misioneros del amor y de la ternura de Dios!». Lo había dicho ya, solemnemente, en el mismo inicio de su pontificado, el día bien significativo de la solemnidad de San José. «En su alma –dijo del Patrono de la Iglesia universal– se percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura». ¡Es la huella que deja en el corazón la manifestación de Dios, precisamente, en los pequeños, los pobres y los humildes!

«Estos testigos –lo dijo también Benedicto XVI, en su encuentro de la JMJ de Madrid 2011– nos hablan, ante todo, de la dignidad de cada vida humana, creada a imagen de Dios. Ninguna aflicción es capaz de borrar esta impronta divina grabada en lo más profundo del hombre. Y no sólo: desde que el Hijo de Dios quiso abrazar libremente el dolor y la muerte, la imagen de Dios se nos ofrece también en el rostro de quien padece. Esta especial predilección del Señor por el que sufre nos lleva a mirar al otro con ojos limpios, para darle, además de las cosas externas que precisa, la mirada de amor que necesita». ¿Y esta ternura con los discapacitados –¡llenos de la más maravillosa capacidad!– no es acaso el eco de la ternura con que Dios mismo nos mira a cada uno?

Toda discapacidad, enfermedad o sufrimiento no es creación de Dios –¡Vio todo lo que había hecho, y era muy bueno!–, sino consecuencia de la separación de Dios. Pero he aquí que su ternura lo ha transformado en el camino de la verdadera felicidad, y para ello lo alivia y, más aún, lo abraza para realizar así la nueva, e insuperable, Creación. Si grande fue el poder del Creador en la primera, más grande aún se nos ha mostrado el del Redentor en la nueva y definitiva.

En el Jubileo de los Discapacitados, en diciembre del año 2000, Juan Pablo II decía así: «Cuando no es posible eliminar la discapacidad, siempre se pueden explotar las potencialidades que la minusvalidez no destruye. Son potencialidades que se han de sostener e incrementar». En ellas está la todopoderosa ternura de Dios y de quienes hemos sido creados a su imagen, que es el camino de la felicidad verdadera. La proclamación que hace Jesús en el Sermón de la Montaña, una auténtica revolución para los criterios del mundo, no deja lugar a dudas: «Dichosos los pobres, los que sufren…, ¡los misericordiosos!…». Era la lectura evangélica de aquel encuentro jubilar. «Ha resonado en esta sala –les decía el Papa– el Evangelio de las Bienaventuranzas y hemos podido admirar el rostro de Jesús misericordioso. En el reino de Dios, se vive una felicidad contra corriente, que no se basa en el éxito y en el bienestar, sino que encuentra su razón profunda en el misterio de la cruz. Dios se hizo hombre por amor; quiso compartir hasta el fondo nuestra condición, eligiendo ser, en cierto sentido, discapacitado para enriquecernos con su pobreza». ¡La discapacidad del amor, de la ternura! ¿Acaso hay otro camino para superar los males y las crisis?

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