La tierra de la muerte anunciada
La Amazonía brasileña registra desde 1985 el mayor número de activistas ecologistas asesinados en el mundo: 1.938 personas. Aún así, «la lucha iba sumando conquistas», asegura el obispo de Porto Velho, dom Roque Paloschi. La llegada al poder de Jair Bolsonaro ha supuesto un serio retroceso
Carlos Cabral Pereira era el presidente de la Unión de Trabajadores Rurales de Río María, zona situada al sureste de Pará (Brasil). Fue asesinado este 11 de junio de cuatro disparos. Es la segunda vez que le atacaban –la primera en 1991–, en esta región brasileña, inundada de agronegocios, sector «que ya ha superado a la minería como el negocio más peligroso para quien se oponga a sus intereses», según el último informe de la organización Global Witness.
Con Cabral ya son doce los líderes asesinados en la Amazonía brasileña desde que empezó el año, y suman, desde 1985, 1.938 personas muertas por defender su casa. El instrumentum laboris del sínodo del Amazonas los califica como los mártires de la tierra y recuerda que «la Iglesia no puede quedar indiferente», sino que debe «apoyar la protección de los defensores de los derechos humanos» y «recordar a los asesinados». Como la hermana Dorothy Stang, a la que nombra el documento. Esta religiosa estadounidense fue ejecutada en 2005 en Pará con seis disparos por defender los derechos sobre la tierra de los más pobres y enfrentarse a los intereses de los grileiros (ladrones de tierras públicas a punta de pistola, muchas veces con el apoyo de la Policía y el poder judicial corrupto).
Dom Roque Paloschi, obispo de la diócesis brasileña de Porto Velho, trasnocha para hablar con Alfa y Omega. Acaba de fallecer su obispo emérito, dom Moacyr Grechi, creador precisamente de la Comisión Pastoral de la Tierra y presidente durante años del Consejo Indigenista Misionero (CIMI). «No hay mejor manera de honrarle que hablar con vosotros de los innumerables mártires que dieron sus vidas en nombre de la tierra». Como el padre Ezequiel Ramin, asesinado en 1985 a manos de los terratenientes por situarse al lado de los campesinos. O «algunos bastante desconocidos, como Marcos Veron, líder del pueblo guaraní-kaiowá, muerto a tiros en 2003 por hombres armados y policías durante la madrugada, en un ataque cobarde contra la aldea Taquara». El cuerpo de Aldo da Silva «fue encontrado en una cueva, siete días después de desaparecer. Le mataron a razón de su lucha por la demarcación de la tierra indígena Raposa Serra do Sol. El acusado era un granjero invasor de la tierra. Lo mismo le ocurrió a Dorival Benítez». Dom Roque pasa un largo rato enumerando amigos fallecidos. «Es una verdadera nube de testigos», asegura.
El retroceso de los derechos
La lucha por los derechos de los pueblos «venía ganando espacio y sumando conquistas importantes», asegura el obispo. Pero Brasil «vive un momento delicado de retroceso en lo que se refiere a los derechos humanos». Instituciones importantes en la lucha por la preservación de la tierra y los pueblos «han sido desmantelados y criminalizados», y «la agenda del actual Gobierno para la cuestión ecológica está prácticamente vacía».
De hecho, el nuevo presidente Bolsonaro y su equipo «abren cada vez más espacio para la invasión de los grandes proyectos de hidroeléctricas, minería, agronegocios, deforestación… que destruyen territorios en nombre del progreso y son apoyados por los gobiernos locales, nacionales y extranjeros, como denuncia el instrumentum laboris». Esta situación ha generado –y genera– miles de «ecorefugiados», comúnmente vistos «como obstáculos», ya que el discurso dominante está «anclado en la defensa de un supuesto desarrollo que hace invisible el sufrimiento de las poblaciones afectadas, como si su sacrificio y el de la naturaleza fuesen un pequeño precio que pagar para garantizar el crecimiento del país».