La sociedad del espejo - Alfa y Omega

Dulcitona, Guarretón, Burlatón, Enfatón, Celosona, Timidón, Contaminón son algunos de los gigantes que protagonizan nuestro programa de salud escolar en 1º de Primaria. Dormitona pasa las horas viendo la televisión y Digitona está enganchada al móvil y a los selfis. Los niños, convertidos en piojillos imaginarios, se instalan en sus orejas y susurran cómo tienen que cambiar sus hábitos mientras los acompañan en sus aventuras. Pero los profesores de Infantil nos dicen que empecemos antes, que los adultos les ponen las pantallas mientras comen en sus casas y ellos leen los guasaps… y que así, es imposible cambiar sus hábitos en el colegio.

La adicción a las pantallas no es una cosa de los más jóvenes. Es una realidad que afecta a todas las edades, y ha llegado para quedarse. Hoy no tenemos una elección, pantallas sí o pantallas no… Por lo tanto, hay que educar con ellas y sobre ellas. Y no es fácil para nuestras generaciones docentes, que vamos muy por detrás en su uso y abuso. Pero no podemos confundir la destreza tecnológica con la competencia digital. Ese salto es uno de los principales desafíos educativos que debemos afrontar. Googlear no es investigar; deslizar pantallas no es leer; con 239 caracteres no se comprende una noticia; las fotos de Instagram no desvelan quiénes somos, pero sí pueden hacer daños irreparables a los otros; muchos likes virtuales no garantizan la calidad personal… Pero demonizar las pantallas en las aulas solo crea barreras que nos impedirán aprender juntos y acompañar para integrar su uso equilibrado en la vida cotidiana, personal y profesional.

A lo largo de la historia, la función primordial de la escuela ha sido transmitir el conocimiento de una generación a la siguiente, nutrir la memoria individual y colectiva, con un cierto sentimiento repetido de insatisfacción. Los más jóvenes siempre se han rebelado contra las expectativas de sus ancestros, que se han quejado de ellos, y así la educación ha sido acicate de progreso. Pero hoy la información está en el bolsillo, al alcance del dedo pulgar. Por eso las prioridades de las aulas deben cambiar y centrarse en aquello para lo que Google no tiene respuesta: aprender a pensar de forma crítica, creativa y rigurosa; seleccionar lo relevante; distinguir la veracidad de las fuentes de información y la profundidad con que se trata; extraer causas y anticipar consecuencias que permitan tomar decisiones en todos los campos; utilizar los datos para comprender mejor los acontecimientos y resolver problemas; usar el progreso para mejorar las vidas propias y ajenas… Decidir qué se guarda en la memoria del hardware y qué debemos grabar en nuestras mentes para guiar nuestras búsquedas debería ser la principal preocupación en ese nuevo currículo que se está dibujando entre tanta polémica partidista.

Los meses de confinamiento han incrementado considerablemente el tiempo de uso y la destreza para moverse en el mundo virtual, pero también nos han hecho apreciar más el valor de la presencialidad, tanto en las escuelas como en la mesa familiar. Educar a los adolescentes en el uso de las redes no implica espiar y prohibir. Una parte de su fascinación por el mundo virtual responde a las expectativas de su edad. Nosotros queríamos ser cantantes o futbolistas de éxito. Hoy también ellos quieren ser famosos, pero como sus influencers que tanto nos desconciertan y que han traído la posibilidad del triunfo de lo cotidiano, que han transformado su habitación en un escenario permanente, haciéndoles creer que cualquiera puede lograrlo sin esfuerzo. La mayoría nunca llegamos a ser Butragueños o Beyoncés, y fuimos aprendiendo a generar nuevas expectativas y vocaciones de futuro. Ellos también lo harán, y nos corresponde a nosotros ampliar sus horizontes, enriquecer las posibilidades de que tengan experiencias intensas y emocionantes en los campos de la ciencia y la cultura, del cuidado y el servicio, o proponer la aventura generosa del compromiso en la transformación de nuestro planeta y las vidas de los más vulnerables. Y debemos provocar encuentros con múltiples personas, válidas, y valiosas que les hagan desear ser como ellas, modelos que se conviertan en referentes alternativos de sentido, que les abran nuevas perspectivas para elegir futuros diferentes a los que imaginaban. Por eso, la educación ética que fortalezca los valores y los hábitos de vida buena, y la educación espiritual que cultive las motivaciones más altas, deben ocupar un lugar central en nuestra tarea educativa. Porque eso no lo suplen las pantallas.