La selva amazónica, despoblada y tóxica
Diana tiene 10 años y un cáncer de huesos provocado por los residuos tóxicos que dejan las petroleras instaladas a 100 metros de su casa, en Ecuador. Para denunciar las malas prácticas de las multinacionales en el Amazonas y pedir respeto al medioambiente, la Iglesia ha participado por primera vez en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en Washington
Diana tiene 10 años. Vive con su madre, Brenda, y sus tres hermanas en una casa en las afueras de Coca, en el Amazonas ecuatoriano. Diana tiene cáncer de huesos. Es la consecuencia de beber, bañarse y jugar entre agua contaminada por el mechero de un pozo de petróleo que quema gas 24 horas al día a cien metros de su casa.
Petroecuador, Ivanhoe, SINOPEC… son algunas de las empresas que han convertido el paisaje selvático en un tour de excavaciones, tubos y humo. Y la vida de los habitantes de la selva, en un calvario. Brenda es colombiana, y aunque su hija Diana nació en Ecuador, el sistema sanitario nacional no cubre su enfermedad. La mujer lleva un lustro de litigios, interponiendo demandas contra las petroleras, pero todavía no ha recibido respuesta. Mientras, malvive trabajando de camarera a horas intempestivas, dejando solas a sus cuatro hijas para poder pagar el tratamiento de la niña.
Esto es sólo la punta del iceberg. El inicio está en el subsuelo. La americana Texaco –ahora Chevron– llegó al Amazonas ecuatoriano en 1964, y 50 años después, 80.000 toneladas de residuos han contaminado más de dos millones de hectáreas, entre tierras y ríos. El vertido ha dejado un millar de balsas de desechos. Esta periodista lo comprobó en persona al adentrarse en la selva y encontrarse con kilómetros de tóxicos ocultos en el subsuelo.
Este panorama ha provocado que en esta zona de la selva ecuatoriana cientos de niños, como Diana, hayan sido diagnosticados en los últimos años con leucemia, y que cada vez más bebés nazcan con malformaciones.
El marido de Gladys Huanca falleció de cáncer. Ella se quedó sola con cuatro hijos. Desde entonces, intensificó su lucha y hoy es la portavoz del Frente de Defensa de la Amazonía, una organización formada por 30.000 afectados que consiguieron llevar el caso a los tribunales. En 1993, presentaron una demanda contra Texaco, a quien solicitaron 9,5 millones de dólares para reparar los daños –limpiar el crudo y los sistemas de agua y procurar atención sanitaria a los afectados–. En 2013, un juez ecuatoriano condenó a la empresa a pagar 19.000 millones de dólares. A día de hoy, la compañía todavía no ha indemnizado a nadie, y las piscinas aún vierten combustible a los arroyos, donde, 300 metros más abajo, se bañan niños desnudos y las mujeres lavan la ropa.
La denuncia en Washington
El obispo del Vicariato de Puyo, el español Rafael Cob, en conversación entrecortada con Alfa y Omega –«porque estoy de visita al interior de la selva, para confirmar a varios jóvenes»– reconoce que «la ambición y la codicia humanas han roto las barreras morales y éticas con la explotación de la tierra, la minería, la industria petrolera y maderera… Contemplamos ahora nuestros ríos contaminados, nuestros bosques deforestados, nuestra atmósfera irrespirable, y nuestros pueblos expoliados y maltratados».
El 19 de marzo, la Iglesia latinoamericana estuvo presente por primera vez en Washington, en la sesión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos –CIDH–. Varios obispos y representantes de la Red Eclesial Panamazónica –REPAM– y el Consejo Episcopal Latinoamericano –CELAM– denunciaron «el avance del agronegocio, de las hidroeléctricas y de la industria extractivista, que faltan al respeto a los derechos de los pueblos originarios». En un informe publicado después de la visita, la Iglesia reconoció que «se ha favorecido la inversión privada en desmedro de estos». El problema, asevera el texto, es el «incremento de la corrupción y el debilitamiento de la gobernabilidad».
Los obispos presentaron ante la Comisión varios casos que ejemplificaban sus denuncias. Uno de ellos fue el caso conocido como el Baguazo, en la Amazonía peruana. Allí, la misionera española Carmen Gómez Callejas, Sierva de San José, lleva 34 años luchando por los derechos de los pueblos awajun y wampis. Todo empezó en 2009, cuando el Estado peruano acordó con las comunidades indígenas la creación de un área natural protegida en su territorio –tierra rica en minerales, oro y cobre–. Pero la extensión acordada fue recortada a la mitad, y el Estado concedió la otra mitad a empresas extractivas. «Este engaño y un conjunto de decretos legislativos que reducían los derechos de la propiedad indígena sobre el territorio, motivaron una protesta, repelida por un violento operativo policial, con 34 fallecidos entre policías y civiles», explica Carmen.
El caso fue llevado a juicio, pero, curiosamente, los procesados fueron exclusivamente los indígenas. Carmen, que los acompaña desde el inicio del proceso, reconoce admirar «su esfuerzo y constancia. Cuando tengo posibilidad de participar en un juicio, me conmueve ver los rostros, cada vez más desgastados, enfermos por la preocupación». Además, tienen que desplazarse a las audiencias desde lejos, lo que implica grandes gastos. «En ocasiones, tienen que trasladarse mediante transporte fluvial, dedicando más de 30 horas al viaje», cuenta. La Iglesia en Perú está financiando el servicio de abogados, y los gastos de alojamiento y transporte.
Otro de los casos presentados en Washington llegó de la mano de monseñor Roque Paloschi, obispo de Roraima, Brasil. El prelado contó ante la Comisión cómo los indígenas de Raposo Serra do Sol han sufrido agresiones e incluso amenazas de grandes productores de arroz.
Brasil y las arroceras
Luis Ventura, misionero laico de la Consolata y representante de Cáritas Española en la REPAM, trabaja en la Pastoral Indigenista de la diócesis de Roraima junto a monseñor Paloschi y explica a este semanario el conflicto. En el año 2000, grandes productores de arroz «vinculados a la escena política» llegaron a la tierra de Serra do Sol. «Cercaron la región e impidieron el libre tránsito de los indígenas. Luego vinieron las agresiones y las amenazas para parar el proceso de homologación de la tierra». Y es que, cuando llegaron las arroceras, los indígenas estaban a punto de ser reconocidos como los «usufructuarios de la zona, por derecho constitucional». Pero, reconoce Ventura, «Brasil ha dejado de homologar las tierras, porque eso hacía que los grandes productores no invirtieran en el país».
Además de la violación de los derechos de los pobladores originarios, «está el problema ambiental. Las empresas lanzan productos agresivos a los cultivos desde avionetas, y el viento hace que lleguen más allá de la zona de plantío. Son las comunidades y el ganado los que se resienten». Esta historia tuvo un final semi-feliz. En 2005 el gobierno homologó la tierra, pero a día de hoy siguen teniendo «terribles secuelas ambientales».
No han tenido tanta suerte los Yanomami. «Hace 30 años, sus tierras fueron ocupadas por la minería ilegal. Miles de personas entraban dentro del territorio indígena, hacían sus campamentos y se dedicaban a la extracción de oro», añade Luis. Esta minería todavía existe, y lo peor es que «el estado brasileño quiere aprobar una ley que la permita, a gran escala, dentro de las tierras indígenas».
Si esto se aprueba, reconoce el representante español en la REPAM, «sería una catástrofe para los pueblos indígenas, porque no podrían continuar viviendo en su territorio. Que lleguen las grandes empresas mineras significa que se instalarían campamentos urbanos e infraestructuras con un impacto ambiental que duraría décadas». El éxodo de los indígenas los lleva hasta los barrios periféricos de grandes ciudades, donde «tienen una vida dura, porque les cuesta mucho insertarse en la urbe. Pierden su cohesión comunitaria, su cultura, y sus modos de organización».
Reunidos en Brasilia en septiembre de 2014, los representantes de la Iglesia en los países amazónicos crearon la Red Eclesial Panamazónica –REPAM– con un objetivo: «Llevar a la práctica el Documento de Aparecida, particularmente la defensa de los derechos humanos de las poblaciones más vulnerables y el cuidado de la creación», afirma la misionera española Carmen Gómez Callejas desde Perú. Aparecida ya advertía de que las industrias extractivas muchas veces no respetan los derechos económicos, sociales, ambientales y culturales de la población local. Y lo suscriben los miembros de esta Red, en cuyo documento fundacional denuncian «los proyectos macroeconómicos que buscan lucro a cualquier precio, con efectos destructivos que ponen en peligro la vida de los pueblos de la Amazonía». También hacen hincapié en la «inequidad de una mentalidad científica que menosprecia y manipula los saberes de los pueblos autóctonos y justifica su prepotencia para la explotación sin límites de todo medio natural».
Bajo el liderazgo del cardenal Hummes y de monseñor Pedro Barreto, arzobispo peruano, la REPAM propició en marzo la primera participación de la Iglesia Latinoamericana en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, celebrada en Washington.
El 21 de julio de 1987, el misionero español Alejandro Labaka y su colaboradora, la monja colombiana Inés Arango, viajaron en helicóptero hasta el interior de la selva amazónica ecuatoriana, con el objetivo de encontrarse con una tribu huaorani que nunca había tenido contacto con el hombre blanco. El fraile capuchino quería salvarles la vida, ya que unas empresas petroleras planeaban expulsar a los indígenas de su territorio por la fuerza para explotar sus recursos naturales. Se esperaba una matanza.
Labaka sabía que la misión era complicada. La noche antes del viaje, el vicario de la diócesis de Aguarico le dijo en la cena, delante de todos: «Mira que te van a matar». Pero él respondió: «Bueno, ya dejo un buen sucesor». Su amigo insistió: «De todas formas, yo bajaré a recogerte». Y así fue. Un día después del aterrizaje, volvieron a recogerlos. Los encontraron a los dos muertos, acribillados a lanzadas. En el año 1996, fue incoado el proceso de canonización de los dos mártires.