La sangre helada. La luz en el fin del mundo - Alfa y Omega

La sangre helada. La luz en el fin del mundo

Iñako Rozas Mera
Esta serie de Andrew Haigh consta de una única temporada con cinco capítulos.
Esta serie de Andrew Haigh consta de una única temporada con cinco capítulos. Foto: Movistar Plus+.

En el Ártico de La sangre helada, ahora disponible en Filmin y en Movistar Plus+, el frío no solo congela el mar: también desnuda a los hombres de cualquier apariencia. Un territorio donde las certezas y los hombres caminan como sombras que solo buscan llegar vivos al amanecer. Y uno podría pensar que, en ese fin del mundo, la moral es un lujo inútil. Pero es justo al revés, es allí donde se muestra sin adornos.

El Evangelio tiene una frase que siempre regresa cuando el paisaje se vuelve inhóspito: «Porque donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6, 21). En medio del hielo de esta serie, cada personaje de ese barco ballenero revela cuál es su tesoro. Para unos es la supervivencia a cualquier precio; para otros, la dignidad, aunque duela; para alguno, incluso, la posibilidad de empezar de nuevo sin la mirada acusadora del pasado.

En ese barco que avanza como si dudara del rumbo, la moral no es un código escrito, sino una pregunta: ¿a quién eliges ayudar cuando ayudar te pone en peligro? ¿Qué mentira estás dispuesto a contar para no verte al espejo? ¿Hasta dónde llega la compasión cuando el frío muerde y nadie sabrá lo que has hecho? En ese finisterre, en ese fin del mundo, la ética deja de ser teoría y se vuelve carne o hielo.

Lo hermoso —y lo incómodo— es descubrir que incluso en ese lugar, donde la muerte es una posibilidad razonable y la violencia un lenguaje, surgen pequeños gestos que recuerdan al Evangelio más sencillo: la leña que se comparte, la palabra que calma, el perdón que sorprende. Como si, incluso rodeado de sombras, el hombre conservara un resto de luz que se niega a extinguirse.

Al final, La sangre helada no habla del fin del mundo, sino del fin de las máscaras. Y allí, en ese silencio absoluto, resuena casi mejor que nunca una vieja invitación que nos es familiar: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 14). Aunque a veces esa luz sea apenas una chispa en mitad del hielo.