La religiosa que acompañó a los ejecutados de Trump
William LeCroy fue ejecutado el 22 de septiembre por violación y asesinato. Gracias al cariño incondicional de muchos, al final de su vida era «profundamente espiritual»
¿Habrá para los árboles enfermos y muertos «algo más que el entumecedor olvido, la finitud? ¿Hay algún lugar eterno, fértil, junto a un río tranquilo con mucho sol, esperando para acoger las raíces de su espíritu?». La hermana Barbara Battista insiste, al despedirse de Alfa y Omega, en que este artículo incluya algo del poema «Madera», escrito en el corredor de la muerte por William LeCroy.
LeCroy murió el 22 de septiembre, en la sexta de las ocho ejecuciones llevadas a cabo desde verano por el Gobierno federal. Tras una pausa de 17 años y solo tres muertes desde 1964, la Administración Trump las retomó con fuerza el 14 de julio. Del 10 de diciembre al 15 de enero, cinco días antes de la fecha prevista para la toma de posesión de Joe Biden, hay programadas otras cinco. Incluida la de Lisa Montgomery, la primera mujer ejecutada por el Estado desde 1953.
Las Hermanas de la Providencia de Saint-Mary-in-the-Woods, a las que pertenece Battista, llevan años atendiendo a los internos católicos de la prisión federal de Terre Haute (Indiana), incluidos los del corredor de la muerte. Battista se incorporó a esta labor hace dos años. Ha acompañado a LeCroy, condenado por la violación y el asesinato de una mujer en 2001, y a Keith Nelson, sometido a la pena capital el 28 de agosto por matar en 1999 a una niña de 10 años. También buscó un asistente musulmán para Orlando Hall, ejecutado el 19 de noviembre.
Los conoció por medio de Dustin Honken, que trataba con otra religiosa. «Nelson le preguntó si yo estaría dispuesta a estar con él durante la ejecución», para «hacer saber al mundo» lo que pasa en esa habitación. Comenzaron a hablar, y un día «LeCroy preguntó a Nelson si yo me plantearía acompañarle también a él».
En LeCroy, la religiosa encontró una persona «profundamente espiritual» y «en paz con su destino». No es extraño; «muchos» presos experimentan un importante «crecimiento humano» en el corredor de la muerte. LeCroy compartió con ella que el estricto confinamiento le había dado «mucho tiempo para pensar, para leer, para hacer ejercicio y para plantearse su vida». Pero la religiosa cree que, junto a eso o por encima de ello, en su «viaje hacia la plenitud» fue clave el tener «relaciones sanas» y «profundas» con distintas personas con las que mantenía correspondencia. Entre ellas, unas mujeres de la asociación gala Cristianos contra la Tortura, a las que llamaba «sus abuelas francesas».
¿Y las víctimas?
Ahora, la labor de Battista sigue con la madre de LeCroy. Sobre todo la escucha, en «un tiempo muy difícil para ella» por haber visto a su hijo esperar durante años el castigo y la «angustia de la ejecución misma». A ello se suma el hecho de que Joann Tisler, la enfermera de 30 años a la que LeCroy violó y mató, «era su vecina y amiga». Durante el juicio, él se justificó afirmando que había llegado a creer que era una canguro que había abusado de él siendo pequeño. A pesar del dolor, conocer a la víctima también ha supuesto para su madre algo de consuelo, pues sabe que el padre de Joann había perdonado a su hijo. «Qué testimonio más profundo del poder de la fe cristiana», enfatiza la religiosa.
Pero a diferencia de los familiares de la víctima de otro ejecutado, Daniel Lewis Lee, que se opusieron a su ejecución, para el señor Tiesler el perdón es compatible con afirmar que con la muerte del asesino de su hija se «había hecho justicia». De hecho, los seres queridos de Joann no terminan de entender la labor de Battista. Una amiga de la familia la llamó tras la ejecución. «Fue cordial, pero expresó una profunda confusión sobre cómo podía yo creer que Will no merecía que lo mataran». Parecía creer que «él estaba fuera del alcance del amor de Dios» y de su misericordia. A lo que responde que «no tengo dudas de que, sin importar lo que hayamos hecho, Dios nunca nos niega su amor».