La digitalización ha redefinido el concepto de esfera pública en el sentido de una constelación de espacios que permiten la circulación de información, ideas y debates, así como la formación de voluntad política, mezclando todas las expresiones, todos los espacios y todos los tiempos. La opinión pública sufre una reordenación continua, al albur de los intereses de los emisores y del estado anímico de los receptores. Esta transformación, más que contribuir al imperio de la racionalidad, pone las bases de una polarización y un emotivismo del gusto de muchos, pero que a otros nos ahuyenta.
Lo que parece fuera de cuestión es que la opinión pública como conjunto de creencias de una comunidad sobre los acontecimientos sociales, políticos y económicos que la afectan ha experimentado cambios sustanciales. De estar formada casi exclusivamente por los grandes medios y algunos selectos creadores de opinión, ha pasado a tener una nueva expresión a través de las redes sociales, gracias a la revolución tecnológica que ha favorecido la incorporación masiva de usuarios. Con ello se han intensificado problemas como el de la posverdad o la falta de contraste de las noticias. Lo que se creyó una suerte de democratización del poder ya es visto por no pocos como neofeudalismo.
Nuestra sociedad está marcada por la interdependencia y la capacidad de funcionar como una unidad en tiempo real y a escala planetaria. Desde luego, todos los procesos y tensiones que vivimos repercuten en la situación de la fe religiosa y sus modos de estar presente en estructuras culturales sometidas a una acelerada y continua transformación, haciendo muy difíciles las experiencias de continuidad y el sentido de tradición.
Los movimientos sociales aprovechan las redes para crear y recrear vínculos, conectando y multiplicándose. A primera vista facilitan la relación continua entre conocimiento y praxis, pero cuando lo analizamos no parece que esa relación se vea tan favorecida ni que los vínculos sean de calidad. Las redes abren enormes posibilidades de participación, también a las manifestaciones religiosas, pero favorecen un estilo emocional y dificultan la discriminación del valor y las fuentes de lo comunicado: masificación de noticias falsas, fenómenos de propagación de odio, etc. Como ha advertido la Comisión Teológica Internacional en La libertad religiosa para el bien de todos, «en este nuevo marco, las formas expresivas de la religión están entre las más expuestas al emocionalismo descontrolado y a los malentendidos teledirigidos. […] La comunidad cristiana debe presentar especial atención a la necesidad de no dejarse encerrar mediáticamente en la imagen de una corporación partidista, como si fuera un lobby de presión o una ideología de poder en competencia con el gobierno legítimo del Estado de derecho y de la sociedad civil».
El ambiente digital contiene elementos a partir de los cuales se originan y se trasmutan opiniones, convicciones y conductas. A través de ellos los sujetos desarrollan su identidad, luchando por articular su libertad y la comprensión de sí mismos y del mundo. Han perdido casi toda la eficacia de antaño las instancias tradicionales de legitimación, mientras que se buscan refugios favorecedores de la «identidad de resistencia» (M. Castells), sea en la forma de nacionalismos o de populismos varios. Pero, junto a esa búsqueda ansiosa de identidad, acontece una suerte de disolución de la misma al modo de un nuevo nihilismo que anula las diferencias.
En el terreno religioso, uno de los efectos que ese ambiente provoca es el desplazamiento del nivel institucional (hasta hace poco central) al del individuo con sus experiencias de libertad en los distintos ámbitos, incluyendo el religioso. De este modo, más que ante la cuestión de la libertad religiosa, con sus vertientes personales y sociopolíticas, estamos ante «la experiencia de la libertad en el interior de la experiencia religiosa» (J. Duque) frente a limitaciones institucionales. El «vaciamiento procedimental de las instituciones» afecta también a la familia, a la que se pretende negar su papel humanizador.
Ese supuesto tránsito de la «libertad de religión» a la «religión de la libertad» presenta frentes de ambigüedad no poco importantes. Si en principio parece que las redes sociales posibilitan relaciones más personalizadas y menos dependientes de limitaciones institucionales, encontramos que los algoritmos que las organizan dirigen las opciones individuales. Esto nos pone frente a la desagradable paradoja de que prescindimos de las instituciones para ser libres y lo que conseguimos es un deterioro de la libertad por mor de fuerzas invisibles que ni siquiera son humanas, aunque hayan sido puestas en funcionamiento por seres humanos. También se nos alerta de que la disponibilidad digital permanente de los otros puede acabar convirtiéndose en objeto al servicio de la identidad ajena más que en relación de alteridad liberadora.
Que la religión ya no sea el cemento principal de la mayor parte de las sociedades no significa que lo religioso no genere cultura y sentido vital. Ciertamente, la cuestión sobre el lugar y el papel de la religión en el espacio público de la sociedad resuena hoy con nuevos ecos (no todos constructivos) y se amplifica traspasando todo tipo de fronteras, en la medida en que lo social se desterritorializa. En ese escenario, la religión sigue viva y coleando, aunque sus formas de presencia no sean de fácil catalogación. Tampoco sorprende que laicistas y fundamentalistas aprovechen la coyuntura para tensar la cuerda en sentidos opuestos, aprovechando cualquier ocasión para sacar adelante sus pretensiones contrarias al bien común.