La reforma de la Iglesia - Alfa y Omega

La reforma de la Iglesia

Con el Año de la fe, Benedicto XVI ha situado a la Iglesia «en esa estela de renovación que supuso el Concilio Vaticano II», según escribía en la Carta apostólica Porta fidei. Una Iglesia reformada, purificada, revitalizada, capaz de transparentar a Cristo: ése era y sigue siendo el objetivo, pero ¿cuál es el camino?

Ricardo Benjumea
Los cardenales y obispos de la Iglesia, durante la procesión de entrada, en la Plaza de San Pedro, de la Eucaristía de inicio del ‘Año de la fe’, el 11 de octubre de 2012

Particularmente en Europa, se había pasado de «una situación en la que se había alcanzado un máximo de cristianización y donde se buscaba, sobre todo, la conservación y el afianzamiento, a una situación más minoritaria, que pide una existencia misionera». Ése es el contexto histórico del Concilio Vaticano II, y sigue siendo el contexto en el que se inserta la Iglesia hoy, explicó, el sábado, don Gerardo del Pozo, Decano de la Facultad de Teología de la Universidad San Dámaso, de Madrid, durante la Jornada diocesana de Apostolado Seglar de Madrid.

Hacía falta una reforma. La palabra aggiornamento estaba en boca de todos. ¿Pero qué quería expresar Juan XXIII con este concepto? «Muchos entendieron que se trataba de adaptarse al mundo, y no quiero decir que no haya también alguna verdad en esto, pero no era lo fundamental», afirma el profesor Del Pozo. La palabra clave es santidad. La primera vez que el Papa Roncalli utilizó el término, en uno de los textos aparecidos después en Diario del alma, lo hizo para referirse a la imitación de los santos. Es la misma idea tantas veces expresada por Joseph Ratzinger de que Cristo es siempre contemporáneo del hombre y suscita, en quienes se dejan guiar por Él, las respuestas que necesita cada tiempo.

De ahí la necesidad de conversión. «La Iglesia no es la comunidad de los que no tienen necesidad de médico, sino una comunidad de convertidos que viven de la gracia del perdón y la transmiten», añade Del Pozo. «Pero el verdadero perdón sólo se da cuando existe el precio, cuando existe la expiación de la culpa, como la que se dio en la cruz. Perdón y penitencia, gracia y conversión son dos facetas de un mismo acontecimiento», por el cual «me hago semejante a Cristo, que es la imagen de Dios sin límite alguno, el modelo conforme al cual hemos sido creados».

Para Joseph Ratzinger, uno de los signos de que Cristo no ha abandonado a su Iglesia es que sólo en la primera mitad del siglo XX hay más mártires que en los primeros tres siglos de historia del cristianismo. Es la provocadora tesis con la que concluye la célebre conferencia que escribió, en 1961, para el cardenal Frings, que hizo exclamar a Juan XXIII: «Gracias, Eminencia, usted ha dicho lo que yo quería decir, pero no encontraba las palabras adecuadas». La conferencia planteaba el reto que, para la Iglesia, suponía «el triunfo de la civilización técnica» que, a menudo, ha eliminando a Dios del horizonte. Pero ni los avances de la técnica ni las ideologías -diagnosticaba Ratzinger- pueden eliminar el deseo de Absoluto del corazón humano.

Para encontrar el camino de esa nueva evangelización en ciernes, Ratzinger no acudía a la sociología, sino que dirigía la mirada hacia el interior: «La Iglesia vive siempre del soplo del Espíritu Santo», decía. Y si se analiza lo ocurrido en las últimas décadas, aparecen «dos grandes movimientos carismáticos» que nos dan la respuesta: el movimiento mariano, con centro en Lourdes y Fátima, que conduce a Cristo a través de María; y el movimiento litúrgico, que surge en las grandes abadías benedictinas francesas, belgas y alemanas, y que, por Cristo, conduce al Padre.

Pero Ratzinger era muy consciente de que la renovación de la Iglesia no iba a ser fácil. Pocos años después del Concilio, en su célebre radio-conferencia sobre ¿Bajo qué aspecto se presentará la Iglesia en el año 2000?, auguraba «tiempos muy difíciles» para la Iglesia. Pero de las pruebas surgirá «una Iglesia interiorizada y simplificada», diezmada, pero con gran poder de atracción, «porque los seres humanos serán indeciblemente solitarios en un mundo plenamente planificado. Experimentarán, cuando Dios haya desaparecido totalmente para ellos, su absoluta y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas».