A los 25 años del genocidio: «La primera vez que me creí que el perdón es posible fue en Ruanda»
25 años después del genocidio, Ruanda ha puesto en marcha un sinfín de iniciativas que la han convertido en «un país puntero en el trabajo por el perdón»
Durante las semanas previas al genocidio de 1994, viendo cómo se recrudecía el trato hacia los tutsis, Félix trató sin éxito de convencer a su hermano de que abandonara Ruanda. Sabía que su vida estaba en peligro. Pero nunca imaginó que Benigno, su viejo amigo y compañero de trabajo, sería quien acabara con la vida del adolescente.
Tampoco tuvo opción. Al igual que muchos otros hutus, Benigno vivía con miedo a las represalias de los jefes locales si no acataba sus órdenes: matar a todos los tutsis hasta que no quedara ninguno. De fracasar en su misión, no solo sería considerado un traidor a la patria, también sería asesinado junto a otros hutus que se negaban a mancharse las manos de sangre. Por eso diluyó su conciencia en la masa y se dejó llevar. «Fuimos muchos, una comunidad. Todos juntos. Yo solo no», cuenta el asesino.
25 años después de los hechos, Ruanda sigue cosiendo las heridas que el genocidio dejó en personas como Félix y Benigno a través de diversas iniciativas para la reconciliación. «Convivir sin perdonar es como llevar ropa nueva pero los calzoncillos sucios», dice Félix. Como tantos ruandeses, él también perdió a un ser querido durante el genocidio de 1994. Y, al igual que muchos de sus compatriotas, él también ha perdonado.
«La primera vez que me creí que el perdón es posible fue en Ruanda», asegura Ángela Ordóñez. En su libro, Ruanda se reconcilia (Mensajero), esta profesora de Psicología de la Universidad Pontificia Comillas recoge algunas de las muchas historias de paz y perdón que han convertido este territorio de África Oriental en «un país puntero en el trabajo por el perdón».
Verdad, justicia y reparación
Para reconstruir una sociedad tan herida como la ruandesa, el perdón es un ingrediente absolutamente imprescindible. Ahora bien, no conviene cargar esta responsabilidad a las víctimas sin prestarles ningún apoyo. «Si encima de que te han agredido, te dicen que tienes la obligación de perdonar, sientes que se invalida tu dolor», advierte María Prieto, también profesora en Comillas y coautora del libro. Por ese motivo, antes de iniciar el proceso de reconciliación, el Gobierno ruandés se encargó de garantizar a las víctimas verdad, justicia y reparación.
«A veces nos quedamos con la historia del genocidio y nos cuesta contar cuando algo se hace bien», protesta Ángela Ordóñez. Desde el año 2000, el país ha desarrollado iniciativas a todos los niveles. El propio Gobierno cuenta con la Comisión Nacional para la Unidad y la Reconciliación (CNUR), cierta suerte de ministerio para volver a tender puentes entre los ruandeses. El Ejecutivo también ha conmutado la pena a numerosos exsoldados con delitos de sangre por trabajos a la comunidad. «Es una justicia restitutiva», señala Ordóñez.
Otra iniciativa algo polémica, pero que ha tenido buena acogida entre la población, es evitar hablar de hutus y tutsis. «Es de mala educación y casi delito. Se ha eliminado toda referencia a los grupos étnicos y se dice “todos somos ruandeses”», recuerda Prieto. Una máxima que es, precisamente, el lema de la CNUR. También son todos ruandeses en los campos de convivencias para jóvenes que el Gobierno ha creado para unir a las diferentes etnias y educarlas en valores cívicos y habilidades para la resolución de conflictos. Lugares también con sombras, pues se les acusa de adoctrinar a los jóvenes que pasan por estos centros.
No faltan iniciativas algo más rocambolescas. Por ejemplo, el Gobierno ha hecho grandes esfuerzos por cambiar los nombres de los lugares geográficos más importantes del país «El presidente no quería que nada recordara a aquellos años y pensó que si lo cambiábamos todo por algo nuevo superaríamos antes el episodio», intenta justificar Prieto, quien ve la buena voluntad de la iniciativa pero se pregunta si realmente es eficaz.
No obstante, aunque alguno de estos proyectos tiene sus limitaciones, Prieto se pregunta «de qué otra manera se podía haber reconstruido una nación en 25 años después de aquella situación». «El país quedó arrasado. Y como los tutsis eran los que habían tenido acceso a la educación secundaria…, en toda Ruanda solo quedaban unos 19 abogados para juzgar los casos del genocidio». Ahora, en cambio, Ruanda es una economía en rápido crecimiento y, debido a la muerte de tantos hombres durante el genocidio, las mujeres desempeñan un papel fundamental en la política.
Una vez ha habido verdad, justicia y reparación, ya se puede hablar de perdón. No obstante, cumplir con los pasos anteriores no garantiza su aparición. «Una parte del perdón, aunque nos supere y nos parezca revolucionario, no tiene que ver con lo que haga el agresor para conquistarlo», advierte Ángela Ordóñez. «El perdón llega de forma espontánea a la vida de la gente y no necesita de nadie para acontecer», añade.
Aunque hay dinámicas que facilitan su aparición, como el desarrollo activo de la empatía o la compasión, según apunta María Prieto, «a veces no aparece por muchas técnicas que apliques. Es un misterio… Surge o no».
Lo que Ruanda nos puede enseñar
Poco se sabe en Europa de Ruanda más allá del genocidio de 1994. «Esto se presentó en la opinión del primer mundo como una cosa entre tribus», denuncia María Prieto. Sin embargo, «los procesos que llevan a un conflicto violento entre grupos no son exclusivos de etnias ni africanos». Y advierte que nadie está libre de peligro. En España, sin ir más lejos, «estamos dando unos cuantos pasos en esa dirección» debido al clima de polarización política.
Prieto anima a estudiar el caso ruandés. «Todas las circunstancias necesarias para el estallido de un conflicto violento se aplican a Ruanda, es un caso de libro. Se puede entender cómo se llegó allí y aprender de las experiencias que se están haciendo. Siempre se piensa en Ruanda como un lugar al que ayudar y no que nos pueda enseñar», señala la profesora.
«En Ruanda no puedes encontrarte a nadie que no haya vivido el genocidio», señala Ángela Ordóñez, coautora de Ruanda se reconcilia. En este país de doce millones de habitantes, aunque los más jóvenes no habían nacido cuando se produjo la matanza, la condición de víctima y agresor es hereditaria. «Ruanda es muy comunitaria. Lo que hace uno afecta a toda la familia extensa durante generaciones. Los hijos también heredan la culpa de sus padres», explica María Prieto, también autora del libro y profesora en la Universidad Pontificia Comillas.
El asesinato que se produjo en solo 90 días de un millón de tutsis provocó «una alteración radical de las identidades» en el país. Durante años, esta etnia minoritaria que supone un 14 % de la población se sintió victimizada por los hutus, otro grupo al que pertenecen el 85 % de los ruandeses (el otro 1 % son twa). «Empezaron a verse más indefensos, vulnerables y menos dignos de respeto», explica Prieto. Un menoscabo difícil de revertir que destruyó su capacidad de relacionarse con los demás, la confianza en el sentido de la vida y el sentimiento de seguridad.
Sin embargo, según las autoras, hay remedio a esta situación. «Cuando uno se da cuenta de que antes vivía la vida desde la alegría y después el dolor se convirtió en el pilar de su vida, se dice “hasta aquí hemos llegado”», sentencia Ángela Ordóñez. Muy a menudo, es una decisión que no se toma pensando en uno mismo sino por amor a los familiares más cercanos. «Hay personas que son víctimas y se dicen “no quiero transmitir esto a mis hijos porque es una forma de vivir con la que se sufre mucho”», apunta Prieto.
Pero no solo las víctimas tienen que aprender a encajar su dolor. También los propios agresores, quienes en la mayoría de ocasiones mataron por obediencia u obligación, deben aprender a convivir consigo mismos. «Cuesta mucho darte cuenta de lo que hiciste y volver entrar en la comunidad moral de gente de bien», reconoce Prieto.