La presencia y la espera del Señor
I domingo de adviento
Iniciamos un nuevo año litúrgico con este primer domingo de Adviento. Aunque de modo inmediato pensar en esta época significa vislumbrar ya la Navidad, recuerdo de la encarnación del Señor en la historia, el sentido del Adviento es más hondo, puesto que dirige nuestra mirada también hacia el retorno glorioso de Cristo al final de los tiempos. Así pues, la vida de la Iglesia se desarrolla entre la primera venida del Señor, en humildad, y la segunda, de modo glorioso. Entre tanto, el Señor no nos ha abandonado, sino que permanece con nosotros, como comprobamos de modo especial en la celebración de la Eucaristía y del resto de acciones litúrgicas. De hecho, la proclamación del Evangelio, como culminación de la lectura de la Palabra de Dios, constituye también un modo de presencia de Cristo entre nosotros (Cf. Concilio Vaticano II, Sacrosanctum concilium 7). Por lo tanto, el primer mensaje que se nos transmite al iniciar este tiempo es el de cercanía de Dios con nosotros. Frente a la imagen de un Dios alejado, despreocupado de los problemas y sufrimientos del hombre, el inicio de este tiempo nos confirma que desde que el Señor vino por primera vez en la carne no nos ha abandonado. Y esta presencia en medio de nosotros seguirá siendo constante hasta su retorno al final de la historia.
Vigilad y velad
El primer domingo de Adviento se fija especialmente en este último momento de los tiempos. Como si se nos quisiera desvelar ya de modo anticipado los que sucederá en aquel día, se nos da un claro mensaje: «vigilad» y «velad». En esto se podrían resumir las pocas frases del Evangelio del domingo. Desde luego, no se trata de una novedad absoluta con respecto a lo que hemos escuchado en los últimos domingos. Aún resuenan en nuestro interior las parábolas de las diez vírgenes, la de los talentos o el relato del juicio final. Algo es claro: iniciamos el nuevo año litúrgico insistiendo en las mismas verdades con las que lo terminábamos.
Esto indica que el pensar en la venida del Señor al final de los tiempos no fue circunstancial o insignificante, ni para los evangelistas, ni para las generaciones primeras de cristianos. Por ende, merece la pena que reflexionemos una y otra vez sobre lo que implica estar en vela y vigilar sin cesar. La segunda verdad con la que inicia el pasaje evangélico es: «no sabéis cuándo es el momento». Sabemos que desde siempre en el hombre ha existido una curiosidad por conocer el futuro y, de modo particular, lo referente al fin del mundo. Pero la Palabra del Señor no nos da una receta concreta para adivinarlo, sino la manera de vivir el día a día, que significa aprovechar y hacer rendir aquello que hemos recibido. La alusión al hombre que «se fue de viaje», «dio a cada uno de sus criados una tarea», a la venida inesperada o a estar dormidos, es un eco de las parábolas ya conocidas y más arriba recordadas.
Un mensaje de esperanza
Lejos de la angustia, la inquietud o la desesperación, la certeza de que el Señor ha de venir debe provocar en nosotros el deseo de entregarnos y confiarnos a Él. La segunda lectura de la Misa de este domingo nos da una práctica enseñanza a este respecto. En ella se nos recuerda el don recibido, mientras aguardamos la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Al mismo tiempo, se nos da un nítido mensaje de confianza: «Él os mantendrá firmes hasta el final, para que seáis irreprensibles el día de nuestro Señor Jesucristo». Por lo tanto, la espera del Señor, que ha de venir, ha de traducirse en nuestra vida en un abandono confiado y una respuesta cotidiana a cuanto hemos recibido. No somos nosotros, sino que es Él quien nos sostiene y, a pesar de nuestra infidelidad, se mantiene fiel, como nos recuerda en este domingo san Pablo. Así pues, si el Evangelio subraya la necesidad de la vigilancia activa, el resto de lecturas del domingo insisten en que el Señor se fija constantemente en su pueblo, sale a su encuentro, cuida de él y lo salvará.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Estad atentos, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento. Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara.
Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos. Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!».