La pornografía, ¿un problema de salud?
Dos expertos detallan los efectos negativos que pueden tener para menores y adolescentes, aunque descartan el vínculo con las agresiones sexuales. La OMS ya ha reconocido la conducta sexual compulsiva como enfermedad
Es una realidad que los niños y jóvenes ven más pornografía y que lo hacen a edades cada vez más tempranas. Así lo refleja, por ejemplo, un informe de Save the Children, publicado en septiembre de 2020, que anticipa el primer contacto con este tipo de contenidos a los 12 años, aunque otros estudios la rebajan hasta los 8. El consumo se convierte en frecuente entre el 68,3 % de chicos y chicas. Además, muchos lo hacen por primera vez de manera no intencionada, tal y como se recoge una investigación del psiquiatra y psicoterapeuta Carlos Chiclana, que consultó a 1.800 adolescentes.
El debate sobre los efectos de los contenidos sexuales explícitos y su fácil acceso a niños y jóvenes es un tema recurrente, sobre todo, cuando un menor o un grupo de menores perpetran una agresión sexual. Una circunstancia que ha tenido su eco en algunas de las leyes que está promoviendo el actual Gobierno. Al margen de los casos más extremos, lo cierto es que, lejos de ser inocua, son varios los expertos y estudios que señalan que la pornografía puede tener un impacto negativo en la persona que se expone a ella, sobre todo, si es menor. «Muchos investigadores consideran que niños y adolescentes son una población especialmente vulnerable, entre otras cosas, porque su cerebro aún se encuentra en desarrollo, lo que les dificulta discernir entre lo que es realidad y lo que es ficción», explica Gemma Mestre-Bach, doctora en Medicina e investigadora de la Universidad Internacional de la Rioja (UNIR).
Chiclana explica algunas consecuencias sociales. Por ejemplo, se potencian los estereotipos de género o se dificultan las relaciones intrafamiliares y con los iguales. También se relaciona, dice, con un mayor absentismo escolar o conductas delictivas. Mentalmente, los consumidores «presentan mayor sintomatología depresiva y ansiosa, y un mayor uso problemático de la pornografía, que puede derivar en adicción».
También hay efectos en la propia sexualidad. Mestre-Bach apunta que algunas investigaciones refieren efectos positivos –aliviar el estrés, disminuir el aburrimiento, aumentar los conocimientos sexuales…–, aunque otras ponen el foco en los negativos, como las conductas sexuales de riesgo. En este sentido, la investigadora señala que «la pornografía puede convertirse en la única fuente de educación sexual de los adolescentes» y, por tanto, normalizar «conductas violentas o roles de género».
Chiclana añade a los problemas la instrumentalización del sexo, el incremento de encuentros sexuales, la iniciación sexual a una edad más temprana, hablar online sobre sexo con desconocidos o el acceso a la prostitución. «Es evidente que afecta a la propia sexualidad y las relaciones futuras», añade el autor de Atrapados en el sexo (Almuzara).
Lo que sí está claro es que, a día de hoy, no se puede vincular de manera taxativa el consumo de pornografía con las agresiones sexuales. «No hay consenso científico al respecto», añade Mestre-Bach. Chiclana añade que solo «la pornografía violenta podría asociarse a conductas sexuales agresivas», aunque reconoce que incluso esta afirmación «es altamente controvertida y requiere de más evidencia científica».
También existe un debate en el mundo clínico sobre si existe adicción. Según la doctora en Medicina, hay expertos que consideran que no existe, pero otros muchos ven, agrega, «similitudes a nivel neurobiológico y clínico con las adicciones a sustancias o al juego». Lo que sí es cierto, como recuerda Chiclana, es que la OMS ya ha incorporado a su última Clasificación Internacional de Enfermedades la conducta sexual compulsiva. «El problema no es solo moral, es de salud. La realidad es que en las consultas nos piden ayuda personas con y sin creencias», añade. Dicho esto, constata que «crece el uso problemático de la pornografía», es decir, «que no es un uso recreativo, sino que se necesita como regulación emocional o se convierte en un hábito que no se puede evitar».
Con todo, tanto Gema Mestre-Bach como Carlos Chiclana creen que los padres deben estar más atentos a esta cuestión, formarse y hablar con sus hijos abiertamente. A las autoridades les piden regular el acceso a estos contenidos y más inversión en educación.