La plenitud de la Pascua - Alfa y Omega

La plenitud de la Pascua

Solemnidad de Pentecostés

Daniel A. Escobar Portillo
‘Pentecostés’. Iglesia de Santa Rosa, en Springfield (Estados Unidos)
Pentecostés. Iglesia de Santa Rosa, en Springfield (Estados Unidos). Foto: Lawrence OP

50 días después de conmemorar la Pascua, la Iglesia celebra la fiesta de Pentecostés. Esta jornada ha estado preparada por los textos litúrgicos con esmero, pues durante los últimos días las oraciones y las lecturas de las celebraciones vienen presagiando el gran don del Espíritu del Señor sobre todos nosotros. Son varios los elementos que anticipan la gracia del Espíritu Santo sobre la Iglesia, pero para el evangelista cuyo pasaje escuchamos este domingo el Espíritu se derrama sobre la Iglesia ante todo en la Muerte y en la Resurrección del Señor. Así, san Juan no relata la muerte de Jesús mencionando el hecho físico de expirar, sino con la frase: «E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu». El pasaje que este domingo tenemos ante nosotros hace referencia al primer día de la semana, es decir, al día de la Resurrección del Señor, donde las palabras del maestro, que se presenta en medio de los discípulos son «recibid el Espíritu Santo». Con ello, san Juan pone de relieve la unidad de la misión salvadora de Jesucristo. De la misma manera que no es posible separar de modo absoluto la Resurrección y la Ascensión del Señor, puesto que ambas realidades se refieren a su victoria y glorificación, tampoco podemos desligar la resurrección del envío del Espíritu Santo sobre los discípulos, como nos enseña en este día san Juan. El hecho de que la cronología de Juan no coincida con la de la primera lectura, del libro de los Hechos de los Apóstoles, que sí habla del día de Pentecostés, esto es, de los 50 días tras la Resurrección, no supone una contradicción en el significado de ambos relatos, debido a que se trata del mismo Espíritu, que es capaz de manifestarse de distintos modos.

El ímpetu del viento y el fuego frente al leve soplo

De por sí, el término espíritu hace referencia a lo invisible e intangible, a algo que es imposible de controlar. A lo largo de la Escritura encontramos pasajes que nos lo hacen ver, particularmente en los textos de la celebración de este domingo y de la vigilia que prepara esta fiesta. Sin embargo, de entre la multiplicidad de pasajes que se refieren a la presencia y acción del Espíritu de Dios en medio de su pueblo encontramos dos patrones: por un lado existen textos que muestran el ímpetu y la fuerza de Dios, representados por el viento y las lenguas de fuego. La descripción de la primera lectura sigue esta línea, donde el estruendo y la fuerza del viento quieren subrayar el ímpetu y la fuerza de la acción de Dios. Por otro lado, disponemos de la referencia al soplo contenida en el Evangelio de este domingo, que nos transmite la impresión de una acción prácticamente imperceptible de lo que Dios está obrando en sus discípulos. El antecedente bíblico más representativo de esta visión suave del Espíritu es la leve brisa, como un susurro, a través de la cual el profeta Elías en el Horeb fue consciente de que el Señor estaba pasando por aquel lugar.

Un don para la unidad

No cabe duda de que, más allá del relato concreto en el que nos fijemos, el envío del Espíritu Santo siempre tiene unas notas y consecuencias comunes para todos nosotros. La primera es que la venida del Espíritu sobre los discípulos supone la plenitud de la Pascua; estamos ante la culminación del acontecimiento de la salvación de los hombres, iniciado con la Encarnación del Hijo de Dios. En segundo lugar, la presencia del Espíritu de Dios anima y da vida a la comunidad. Es capaz de convertir la tristeza en alegría, así como de derribar las fronteras, tal y como refleja la escena de Jesús entrando en la habitación a pesar de que las puertas están cerradas. En tercer lugar, el Espíritu actúa sobre la Iglesia, congregando y haciéndonos capaces de conocer a Dios. El resultado de la venida del Espíritu Santo será la difusión sin freno, sin barreras y sin obstáculo alguno de la noticia de la salvación que Dios ha realizado por medio de Jesucristo. Al mismo tiempo será la acción de Dios, por medio de su Espíritu, la que posibilite que la Iglesia sea una y universal en su propia naturaleza. No estamos ante una unidad lograda por un esfuerzo humano capaz de agregar a una multitud de personas. Consiste, más bien, en que la Iglesia nace única y unida desde el momento en el que Dios derrama su Espíritu sobre ella. Esta certeza lleva consigo una necesidad: para ser beneficiarios de la acción y la gracia del Espíritu Santo es preciso unirse a la Iglesia y participar de su propia vida.

Evangelio / Juan 20, 19-23

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».