«Teníamos miedo a un atentado y ha pasado», ha declarado el primer ministro belga, Carles Michel, tras las explosiones en el aeropuerto de Zaventem de Bruselas y la explosión en la estación de metro de Maelbeek, en un momento en que parece difícil no advertir una sangrienta respuesta a la reciente detención del yihadista Salah Abdeslam, el terrorista huido tras los atentados del 13 de noviembre en París.
La primera conclusión pone de manifiesto la incapacidad de los europeos para hacer frente al agón del terrorismo islámico, para contrarrestar un poder islámico que, como sostiene Bruce Bawer en Mientras Europa duerme, no acepta las reglas de juego de la democracia, queriendo acabar incluso muchos de ellos con un supuesto «decadente» sistema político, incómodo en un islamismo incapaz de integrar la razón en su tradición dominante, en su mayor parte fideísta.
La segunda consecuencia de estos atentados terroristas revela el acierto de la tesis de Ian Buruma en Asesinato en Ámsterdam: el mecanismo atroz del resentimiento funciona a la perfección cuando las sociedades entran en graves crisis morales y políticas. El resentido es la quintaesencia de la conciencia pública degenerada porque no sólo niega lo superior sino que lo sustituye además por lo abyecto, llevando a cabo, como afirmaba Nietzsche, una profunda inversión de valores.
Ahora bien, conviene desmitificar una evidente perversión típica en las sociedades occidentales: pensar que el ámbito de lo religioso es más proclive a la violencia que el ámbito de lo secular. El problema del siglo XXI no es el de la religión, considerada por muchos como fuente principal de fanatismo y caracterizada por la intolerancia, el dogmatismo y la violencia. En El mito de la violencia religiosa, el teólogo William T. Cavanaugh sostiene que la religión no es una realidad transcultural ni transhistórica, y que la oposición religioso-secular es una invención de la modernidad occidental para legitimar la violencia supuestamente democrática y racional de los estados modernos, un intento de legitimar ciertas decisiones y conductas encaminadas a combatir a un adversario para lo cual se atribuye una violencia irracional, de carácter religioso. Para Cavanaugh, entre teocracia y laicismo militante hay un amplio espacio intermedio desde el que los problemas de violencia se podrían abordar «con más pragmatismo que paranoia».
Hay que huir del mito según el cual la religión es la mayor fuente de violencia, una falsa propuesta silenciada apenas advertimos que el comunismo y el nazismo, «religiones seculares» del siglo XX, o incluso la misma política, desarrollan una visión global del mundo y disponen de relatos fundantes, causantes de horribles matanzas a lo largo de la reciente historia. La dicotomía religión/secular no es pertinente para justificar que la religión sea un factor privilegiado de violencia. No es posible separar la violencia religiosa de la violencia política o ideológica. Si el fundamentalismo y el terrorismo musulmán han provocado inmensas matanzas, no es menos cierto que la llamada al martirio no es ajena de la llamada al sacrificio de la vida en la guerra, elemento constante de patriotismo del estado-nación moderno. Los estados democráticos y liberales no vacilan en largar sus bombas sobre países cuyos regímenes se rigen por otros principios y, en consecuencia, están demonizados por el sistema político-mediático.
Contra el terrorismo islámico no basta esgrimir los valores de la civilización occidental, una violencia legítima capaz de hacer frente a la violencia irracional. La política no es la salvación definitiva. Una política justa debe hacer referencia, más allá de sí misma, a normas trascendentes. Una política liberal girará en torno a una supuesta protección contra el terrorista. Pero si el bien último es la seguridad individual y colectiva el estado se convierte en una función meramente policial y militar. No es la primacía ontológica del mal y la violencia, ni tampoco una democracia aséptica, sino la atracción por el bien y la verdad, una natural paideia religiosa, lo que favorecerá vivir en un clima de libertad en lugar de padecer un clima de miedo. Donde no hay reconocimiento público de la primacía de un bien absoluto, la democracia se vuelve imposible, puesto que ya no sería necesario buscar lo intrínsecamente deseable.
Si renunciamos a un profundo caparazón teológico social, en el futuro no será el laicismo sino que seremos testigos del triunfo efectivo del fundamentalismo y del terrorismo islámico en cínica alianza con un nihilismo liberal. El terrorismo que hoy sacude Bélgica podría dictar, con un desafío sin precedentes, el futuro de Europa e incluso del mundo. No será fácil acomodar pacíficamente al Islam en Europa si no se trata con el Islam como cuerpo «político» y no sólo como una masa de creyentes individuales, un concepto ajeno al mismo Islam. No seremos capaces de garantizar ni preservar la paz social ni política en un modo de sociedad enteramente nihilista que, lejos de ayudar a la convivencia, no hace sino convertirse en una ofensiva real para incrementar la violencia.