Con toda razón y por pura supervivencia hablamos hoy de la necesidad imperiosa del equilibrio y la integridad de los ecosistemas, y también de la urgencia de la paz frente la detestable agresión rusa a Ucrania, pero no debemos renunciar a hablar de la integridad de la vida humana y la necesidad de alentar y conjugar los valores esenciales sobre los que se asienta la paz en la vida personal (Laudato si, 224): la humildad, la sobriedad de vida, la veracidad, la honestidad, el cumplimiento de los compromisos, la solidaridad o el sentido de la justicia.
La paz es mucho más que ausencia de guerra o equilibrio de fuerzas; alcanza el núcleo mismo de la interioridad, por eso es paz interior, sin dejar de tener mucho que ver con la ecología y con el bien común. Exige el no a la guerra de agresión, pero un no de quien sabe que la paz comienza en el corazón de cada uno y desde ahí puede alcanzar la vida social y el conjunto de la naturaleza. Esa relación entre interioridad, sociedad y naturaleza no es empíricamente comprobable, pero sí muy real, como sucede con las cosas esenciales de la vida. Hay algo así como un efecto mariposa en virtud del cual lo que sentimos, hacemos o expresamos tiene impacto más allá de nosotros mismos y, consiguientemente, cualquier dinámica aparentemente insignificante puede provocar ondas expansivas de efectos positivos o negativos.
Diferentes tradiciones de sabiduría han ahondado en el significado de esa paz que resuena dentro del ser humano y alcanza el cosmos. Todas las tradiciones de sabiduría en realidad tienen algo valioso que decir y aportar sobre ello, y el diálogo entre ellas ciertamente puede ser muy provechoso para el conjunto (Fratelli tutti, 271).
El camino cristiano a la paz llama a liberar el deseo hacia Dios, que es Amor, afrontando apegos desordenados u otros impedimentos que nos estorban en vivir «el amor que Dios tiene por nosotros: Dios es amor y quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en Él» (1 Jn 4, 16). Ser cristiano no es el resultado de una opción ética o de una intuición genial, sino el «encuentro con una persona, que da a la vida un nuevo horizonte y una orientación decisiva» (Caritas in veritate, 1). En el encuentro con el Verbo encarnado, Cristo, es donde el misterio del ser humano adquiere plenitud de sentido (Gaudium et spes, 22). Mientras que el dios de los filósofos permanece impasible ante la angustia y el sufrimiento humanos, el Dios comunidad de personas se nos revela como un Tú con el que es posible vivir una comunión de amor, un encuentro de salvación que transforma la existencia llenándola de la paz que el mundo no puede dar. Dios es trascendente porque es totalmente Otro y siempre más de lo que podemos pensar o concebir. Pero también es inmanente porque actúa en lo más íntimo del ser humano.
En la profundidad del corazón es precisamente donde se percibe la paz de Cristo (Moltmann). En sentido bíblico, el corazón es la sede de los pensamientos, sentimientos y decisiones; un centro personal que no prescinde de la sensibilidad, la inteligencia y la afectividad, pero que no es idéntico ni estrictamente dependiente de ellas. El corazón nombra también a la conciencia, núcleo moral íntimo de la persona. Y esa paz se recibe como don en la aceptación personal de Cristo (fe), tanto de su persona como desde la libertad personal del que asiente. La paz es un don del Espíritu Santo, dador de vida, y no se impone a la fuerza, sino solicitando siempre el consentimiento libre y el trabajo humano.
En esa paz de Cristo se supera la insaciable codicia que late en un corazón habitado por la inseguridad, la angustia y el miedo. La inseguridad genera miedo, el miedo angustia y la angustia una insaciable codicia que lleva a acaparar cosas o a controlar con prepotencia para disimular la indigencia (J. A. García, SJ). De ese proceso en cadena nadie escapa alguna vez en su vida y muchos sufren cotidianamente sus efectos. Con todos y cada uno el Resucitado, que es el Crucificado, desea compartir la paz dando misión, como hizo con aquellos que estaban encerrados y bloqueados por el miedo, el desánimo y la tristeza tras la muerte del Señor (Jn 20, 20-22). Un corazón de carne y reconciliado por la paz de Cristo posee una doble memoria: de la fragilidad propia y de la acogida incondicional de quien perdona y salva.
La lucha por la paz llama, por supuesto, a desmontar las estructuras sociales que favorecen la enemistad de los seres humanos entre sí y el daño a la naturaleza. La necesidad radical de detener esos daños es una cuestión de supervivencia, pero también de justicia y verdad, tal y como reconocemos cuando somos sensibles al clamor de la tierra y al clamor de los pobres. Pero conviene no perder de vista que esas luchas por la fraternidad / amistad social y por la ecología integral se libran no solo en los ámbitos institucionales, sino dentro del corazón humano. Es este al que hay que desarmar y en el que comienza la auténtica conversión (Francisco).
En fin, la paz de Cristo tiene que ver con la paz social y cósmica, pero su raíz está en el corazón. Si no incluyera esas dimensiones no sería de Cristo, el Hijo de Dios, que ha vencido a la muerte, nos da la paz como don, y proclama bienaventurados a quienes trabajan por ella.