Como gran pórtico de la Semana Santa, el Domingo de Ramos nos anticipa el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo. Al igual que no es posible separar estos misterios, tampoco es posible desvincular la lectura de la Pasión del relato de la entrada del Señor en Jerusalén. Aclamación y humillación van paradójicamente unidas en esta fiesta, que reconoce a Jesús como rey. De hecho, la celebración eucarística de este día comienza con la conmemoración de la entrada del Señor en Jerusalén, en la cual, dependiendo de la fórmula elegida, se pueden escuchar aclamaciones como «Hosanna al Hijo de David», salmos reales o el himno a Cristo Rey «Gloria, alabanza y honor». Asimismo, la oración de bendición de los ramos se refiere a estos vítores y a nuestra misión de acompañar al Señor durante nuestra vida hasta que entremos en la Jerusalén del cielo. El punto central de esta primera parte es la proclamación del Evangelio, que describe el encargo de Jesús a sus discípulos de preparar su entrada en la Ciudad Santa en un pollino. El ver a Jesús sobre una borriquilla aclamado como rey es la antesala del relato de la Pasión, donde da la impresión de estar presenciando una continua parodia y burla hacia el Salvador. Si contempláramos estas escenas desde una visión meramente humana así sería. Sin embargo, la estructura del inicio de la celebración insiste en dos realidades. La primera es Jesucristo como rey aclamado por los judíos, como representación de todos los que a lo largo de los siglos lo reconocerán como Rey; la segunda se refiere a Jerusalén como destino final de ese itinerario. De un modo que puede pasar desapercibido, se nos está recordando que del mismo modo que la obra iniciada en humildad por el Señor caminando hacia Jerusalén culmina con su Muerte y Resurrección, así también nosotros, acompañando al Señor con el fruto de las buenas obras esperamos entrar un día en la Jerusalén celestial.
Frente al relato de la entrada en Jerusalén, la lectura de la Pasión acentúa el dramatismo de las últimas horas de Jesús. Así se subraya que, conforme al plan de salvación de Dios, el Señor no será exaltado a la gloria sin antes culminar un recorrido de completa solidaridad con el hombre. En definitiva, se trata de mostrarnos que cuando nosotros vivimos también en unión con Cristo el sufrimiento, la enfermedad o la muerte, no hacemos más que acompañar al mismo Señor en este camino, para que, asociándonos a Él en la cruz, podamos participar también de la gloria de la Resurrección. Por último, la imagen del velo del templo rasgado en dos va a poner de manifiesto que con su muerte, Jesús es confirmado como verdadero templo y auténtico lugar del encuentro del hombre con Dios.
Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, hicieron una reunión. Llevaron atado a Jesús y lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Él respondió: «Tú lo dices». Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: «¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan». Jesús no contestó más, de modo que Pilato estaba muy extrañado. Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás con los rebeldes que habían cometido un homicidio en la revuelta. La muchedumbre que se había reunido comenzó a pedirle lo que era costumbre. Pilato les preguntó: «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?». Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó: «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?». Ellos gritaron de nuevo: «¡Crucifícalo!». Pilato les dijo: «Pues, ¿qué mal ha hecho?». Ellos gritaron más fuerte: «¡Crucifícalo!». Y Pilato, queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Los soldados se lo llevaron al interior del palacio –al pretorio– y convocaron a toda la compañía. Lo visten de púrpura, le ponen una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: «¡Salve, rey de los judíos!».
Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante Él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacan para crucificarlo. Pasaba uno que volvía del campo, Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo; y lo obligan a llevar la cruz.
Y conducen a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»), y le ofrecían vino con mirra; pero Él no lo aceptó. Lo crucifican y se reparten sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno.
Era la hora tercia cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: «El rey de los judíos». Crucificaron con Él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda.
Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: «Tú que destruyes el templo y lo reconstruyes en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz». De igual modo, también los sumos sacerdotes comentaban entre ellos burlándose: «A otros ha salvado, y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos». También los otros crucificados lo insultaban.
Al llegar la hora sexta toda la región quedó en tinieblas hasta la hora nona. Y a la hora nona, Jesús clamó con voz potente: «Eloí, Eloí, lemá sabaqtaní» (que significa: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»). Algunos de los presentes, al oírlo, decían: «Mira, llama a Elías». Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber, diciendo: «Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo». Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo.
El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios».