La paciente 70072 del doctor Mengele
El Papa besó el tatuaje de Lidia, que tenía 3 años cuando estuvo en Auschwitz
Sobrevivir al campo de exterminio nazi de Auschwitz-Birkenau no tenía nada de romántico. Era un juego macabro de instintos primarios y egoísmos en el que un suspiro de más podía ser una condena a muerte. Lidia Maksymowicz tenía menos de 3 años cuando fue deportada junto a su madre y sus abuelos a este infierno de esqueletos andantes, plagado de ratas y chimeneas que despedían un olor nauseabundo. Pronto aprendió a no quejarse del hambre y del frío y a estar en silencio para pasar desapercibida. «Estábamos tan acostumbrados a la muerte que ni siquiera reaccionábamos cuando fallecía alguien y había un cadáver», explica ante las cámaras, sentada en el mismo banco desde el que san Juan Pablo II contemplaba el Mont Blanc, en la región alpina italiana del Valle de Aosta. La Asociación Memoria Viva de Castellamonte (Turín) rescata su historia en el documental 70072. La bambina che non sapeva odiare (70072. La niña que no sabía odiar) grabado en plena pandemia. Pasó 13 meses en uno de los barracones de los que se servía el siniestro médico Josef Mengele para sus experimentos siniestros. Aquellos meses en los que los cuerpos de los niños se usaron para la barbarie en busca de la raza pura son vagos en su memoria. «De esos años solo me acuerdo del deseo instintivo de supervivencia», apunta. Pero el número que lleva tatuado en el antebrazo, el 70072, figura en los documentos históricos que prueban que ella también fue parte de esos horrores cometidos por Mengele. Una cicatriz del pasado que durante años se preocupó de tapar con una tirita para que nadie le preguntase: «Para mí fue una terrible pesadilla. Llegué a pensar que me merecía estar allí, como si fuera un castigo por haberme portado mal». Con la madurez de los años empezó a ver esa marca en su cuerpo como un signo visible de las injusticias que cometieron los nazis. Por eso no dudó en remangarse la camisa y enseñársela al Papa durante la audiencia general de hace dos semanas en el patio de San Dámaso en el Vaticano. «Fue algo inesperado. Se veía que estaba emocionado al ver mi tatuaje. Cuando lo besó es como si hubiera besado a los 200.000 niños que se calcula que murieron en Auschwitz-Birkenau», señala a Alfa y Omega aún emocionada.
Sus primeros años de vida estuvieron marcados por el horror. Nació en la provincia de Leópolis, al este de Ucrania. Primero vivió la Segunda Guerra Mundial y después el sadismo nazi. El 27 de enero de 1945 el Ejército Rojo liberó el campo y se encontró con enfermos desnutridos, cientos de cadáveres amontonados y muchos niños. Lidia acabó siendo adoptada por una familia católica de Polonia y durante años pensó que su madre había fallecido.
Sin embargo, aquella jovencita llamada Anna, que en sus recuerdos tenía poco más de 22 años y le llevaba a escondidas cebollas y algún mendrugo de pan, también había sobrevivido. Una hipótesis casi imposible que solo supo cuando ella misma tenía 21 años. «Fue muy difícil para mí. Sentía rencor. No entendía por qué no me había buscado». La historia era otra. Durante el invierno de 1945, los alemanes ya eran conscientes de haber perdido la guerra y decidieron evacuar los campos de concentración polacos. Anna fue obligada a caminar durante más de dos semanas hasta el campo de Bergen-Belsen, que fue finalmente liberado en mayo por el Ejército americano. El sistema que había impuesto la Guerra Fría no permitía las conexiones, y solo gracias a Cruz Roja pudieron reencontrarse en 1962. Habían pasado 17 años y todo había cambiado. Anna –que también había creado una nueva familia– era una figura del pasado por la que sentía un gran respeto. Para Lidia Maksymowicz –nacida Ludmila Boczarowa– siempre sería «su primera madre», pero prefirió quedarse con su familia adoptiva.
Hoy tiene 81 años y regresa con frecuencia al que fue el epicentro de la atrocidad humana. En este escenario cruel de 200 hectáreas, rodeado por 13 kilómetros de vallas, que entró en funcionamiento en 1940, fueron asesinadas más de un millón de personas. «Volver no es un momento de placer o alegría. Pero sé que es parte de mi misión. Se lo debo a quienes no sobrevivieron. Hasta el último de mis días seguiré contando lo que sucedió en aquel campo», asegura. Su mayor temor es que «en unos años no quedarán testigos que pongan palabras al horror». Por eso la voz de aquella niña inocente resuena en las conciencias de los que conocen su historia. En ese espacio del mal en Cracovia hoy reconvertido a museo continúa impertérrita ante el paso del tiempo la inscripción Arbeit macht frei (El trabajo os hará libres). Pero hoy el infierno está en otros lugares. «Está en las guerras. En las injusticias. Está en los huyen de sus países y a los que tenemos que ayudar», asegura esta anciana a la que durante años persiguió la culpa. No encontraba las razones por las que ella había sobrevivido. Hoy está convencida de que si está viva es porque Dios así lo quiso. Aprendió a convivir con ello y hasta a perdonar a sus captores. «El odio solo lleva a la destrucción personal. Es como un cáncer que, si no se extirpa, al tiempo acaba matando. El perdón es la única salvación», dice convencida esta mujer que transmite paz y ha sabido romper las cadenas de la venganza.