Concluidos los días de la Pasión del Señor, la Iglesia inaugura con el Domingo de Resurrección un periodo de 50 días que son vividos con el máximo esplendor por la liturgia. El acontecimiento de la Pascua encierra tanta densidad de significado que no basta con un solo día, ni siquiera con la octava, para ir desgranando poco a poco lo que ha supuesto para la historia humana la victoria del Señor sobre la muerte. Serán necesarias, pues, siete semanas, en las que retomaremos y celebraremos una y otra vez la culminación de nuestra salvación. Este domingo es, ante todo, «el primer día». Con estas palabras inicia el pasaje del Evangelio de san Juan previsto para el día de Pascua. Aunque el texto lo señale como «el primer día de la semana», para indicar que se trata del domingo, se alude ya a una novedad, al primer día de una nueva historia, de una nueva creación y de una nueva vida para el hombre. «Este es el día que hizo el Señor», cantamos también en el salmo responsorial. Se trata, asimismo, del «tercer día», conforme aparece en la primera lectura, del libro de los Hechos de los Apóstoles. En este caso, esta referencia temporal se referirá al día del cumplimiento, al día final, cuando todo ha sido consumado.
María la Magdalena se dirigirá al sepulcro al amanecer, aún en la oscuridad. El sábado era una jornada de descanso para los judíos y solo al anochecer comenzaba el nuevo día y podían retomarse las actividades, entre ellas, la de preparar el cuerpo de Jesús, que había sido llevado a su lugar de descanso sin terminar de preparar según las costumbres judías. Entre los varios elementos de este episodio sobresale la sorpresa de los discípulos ante lo que se encuentran. La Magdalena, de hecho, no piensa que Jesús ha resucitado, sino que «se han llevado del sepulcro al Señor», sin saber dónde lo han puesto. A continuación entran en escena Simón Pedro «y el otro discípulo, a quien Jesús amaba». Aunque nosotros podamos inclinarnos a comprender la reacción de echar a correr de los dos discípulos como una señal de alegría ante la Resurrección, incluso con una cierta impresión de competición por ver quién llega antes, la realidad debió de ser de preocupación y confusión ante lo que María la Magdalena había relatado.
Un hecho constatable
La llegada al sepulcro es clave para entender varias cosas: en primer lugar, el segundo discípulo cede el paso a Pedro, que, como cabeza de los apóstoles, será el primero en acceder al sepulcro. En segundo lugar, san Juan insistirá, a través de la expresión «vio y creyó», que la fe en la Resurrección del Señor no nace de la nada, sino de un hecho constatable, como es, en este caso, el ver el sepulcro vacío con los lienzos tendidos y el sudario enrollado. Estaban, sin duda, ante algo inesperado y sorprendente ya que, aunque Jesús se había referido en varias ocasiones a su resurrección, los vocablos adoptados en la lengua original eran ambiguos, puesto que con el mismo término que se designa la resurrección se podían referir a realidades como «volver a levantarse» o «despertarse».
La última frase del texto nos va a señalar el cambio de mentalidad producido en los testigos de este suceso: «Hasta ahora no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos». Será el acontecimiento lo que interpretará la Escritura y no al revés. Así pues, desde este instante, la fe en la Resurrección estará para siempre indivisiblemente unida al testimonio de quienes presenciaron el sepulcro vacío. Comprender esto es captar la naturaleza del cristianismo, de una fe que no nace de una deducción interna ni de una revelación particular, sino de un acontecimiento real transmitido por los apóstoles y las primeras comunidades cristianas en un cuerpo vivo, que es la Iglesia. En concordancia con este modo de comprender nuestra fe está el anuncio que escuchamos en la primera lectura de este día, cuando Pedro toma la palabra y proclama ante el pueblo lo que ha sucedido.
El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro e, inclinándose, vio los lienzos tendidos, pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que Él había de resucitar de entre los muertos.