Necesitamos símbolos que nos protejan de la desmemoria. Ayudan a conjurar el horror recordando a las víctimas. Cuando el Papa Francisco llegó al Memorial de la Paz de Hiroshima, un inmenso parque construido sobre la desolación, se encontró con cientos de grullas de papel de todos los colores y tamaños que colgaban de árboles y de alguno de los monumentos más representativos de este espacio dedicado al recuerdo. Aquel 6 de agosto de 1945 la ciudad comenzaba a despertar cuando la bomba atómica Little Boy inició su descenso hacia lo que segundos después se convirtió en un inferno. Los relojes dejaron fundidas sus manillas a las 08:15 horas. Francisco era consciente de que estaba pisando el mismo suelo que en un instante acabó con la vida de unas 80.000 personas, cuya cifra fue aumentando progresivamente hacia las 166.000 como consecuencia de las heridas y de las enfermedades producidas por las radiaciones.
Sadako tenía solo 2 años y su familia vivía a 1.700 metros de distancia del lugar donde cayó la bomba. La onda expansiva fue tan fuerte que salió despedida por la ventana. Al recogerla en la calle, su madre pensó que habría muerto, pero al ver que aparentemente solo tenía rasguños, salió corriendo con ella en sus brazos. Sobre ellas cayó una densa lluvia negra radioactiva que resultó letal. A su alrededor la ciudad había desaparecido.
Diez años después, cuando Sadako acumulaba ya varios trofeos de atletismo en el colegio, comenzaron los primeros síntomas de la leucemia, uno de los fatídicos efectos colaterales de la bomba atómica. Ya muy enferma fue ingresada en un hospital y su compañera de habitación le contó una leyenda muy popular en la que se aseguraba que a quien hiciera 1.000 grullas de papel, le sería concedido un deseo. La pequeña pensó que quizás podría mejorar y puso en ello todo su empeño. Cuando se le terminó el papel, utilizó los envoltorios de los medicamentos y se paseaba por las habitaciones pidiendo cualquier tipo de material que le permitiera alcanzar la meta de las 1.000 grullas. Meses después fallecía en el hospital a los 12 años. Sus padres guardaron en casa como un tesoro las 1.400 grullas que llegó a hacer Sadako, intentando inútilmente recuperar la salud.
Sus compañeros del colegio se propusieron construir un monumento que sirviera de homenaje tanto a Sadako como a todos los niños víctimas de la bomba. Recaudaron fondos en todo el país y, desde 1958, una escultura en bronce la recuerda. A sus pies, en una estela, están grabadas estas palabras: «Este es nuestro grito, esta es nuestra oración para construir un mundo de paz». El monumento está rodeado por varias estructuras que recogen cientos de miles de gruyas de todos los tamaños y colores que llegan cada año desde el mundo entero. En muchas de ellas se puede leer la palabra paz. Pocos escenarios tan apropiados para escuchar las palabras que el Papa lanzó al mundo: «El uso de la energía atómica con fines de guerra es hoy más que nunca un crimen»,
En el fondo la historia de Sadako es la de los seres humanos que no se rinden. Porque siempre, detrás del horror hay espacio para la esperanza.