La Navidad, esa gran catequesis
Con muy buen criterio y siguiendo la estela franciscana, la Iglesia ha paseado por la capital un nacimiento de tres metros de altura aderezado con sus pastores, sus casitas, sus ovejas y la incansable estrella
Pusimos el belén antes de tiempo. Quizá porque soy medio borrico necesito que las cosas se me vayan pegando, poquito a poco. Me levanto temprano y enciendo enseguida las luces del árbol y del portal, y todavía dormido me siento delante del misterio. En principio es para rezar, pero más que nada cabeceo y miro, a ver si a fuerza de meterme yo en la cueva acaba el pesebre metiéndoseme dentro, que de eso se trata. Los cuatro domingos del Adviento encendemos una vela más de la corona y cantamos villancicos. Mi preferido es El tamborilero, pero los grandes hits de este año han sido El burrito sabanero y Campana sobre campana —la mayor aún no tiene 3, el pequeño acaba de cumplir 1—. Yo a la mayor se lo explico, claro, qué es la Navidad. Mi trabajo son las palabras y me esfuerzo con esta oyente, que casi nunca está muy atenta, más que con todos los lectores de Alfa y Omega y de Nuestro Tiempo —comprenderán ustedes, espero—. Sin embargo, le pasa a mi niña como a mí: que explicarlo es solo el principio, que la historia de la Salvación, la gran historia de la formación de cualquier cristiano y, por cierto, la que hace comprensible Europa, se le mete por el corazón y el asombro más que por las largas explicaciones. La Navidad es, a decir de Chesterton, el puente que habrá atravesado el abismo de un mundo descreído, una de esas pocas cosas «que se mantuvieron firmes cuando se perdió la fe, que seguían de pie cuando se volvió a encontrar». Eso está sucediendo, precisamente, porque en la Navidad se conjugan a la vez lo íntimo y lo público, lo doméstico y lo social, lo sacro y lo profano. Enumerar las tradiciones navideñas que convierten estas fiestas en el inamovible reducto de la infancia es una tarea interminable que no puedo acometer aquí porque, además, cada familia y cada pueblo tienen las suyas propias. Baste notar que todas son buenas: de la Misa del Gallo a los niños de San Ildefonso, del caldo con pelotas al Adeste fideles, de las uvas a las inocentadas, etcétera. Pero entre todas hay una noche que destaca sobre todas las demás. No me cambio por el más rico del mundo cuando vacío el agua de los camellos y me como en nombre de Sus Majestades las galletas Tosta-Rica. ¡Tendrían que haber visto la cara de mis niños cuando sonó en Misa el tambor que anunciaba la entrada de los Reyes! Y sus gritos al desempaquetar los regalos. Uno casi siente, cuando rasgan los papeles con sus manos pequeñas, cómo le desenvuelven el corazón. Porque en un regalo uno siempre se regala. En esa gran catequesis que es la Navidad, qué papelón hacen los ubicuos Reyes en las cabalgatas. En la cabalgata de Madrid, la Archidiócesis ha sacado por primera vez una carroza. ¡Hermosa imagen la que comentamos! Con muy buen criterio y siguiendo la estela franciscana, la Iglesia ha paseado por la capital un nacimiento de tres metros de altura aderezado con sus pastores, sus casitas, sus ovejas y la incansable estrella. «Jesús ha nacido», rezaba el pergamino que mostraba a los niños uno de los ángeles de la carroza. A eso le llamo yo trabajo en equipo: los padres, a lo nuestro, el mundo, a lo suyo, y la Iglesia a anunciar la buena noticia. El día de Reyes pillé a mi hija acercándose al belén para darle un beso al Niño. Misión cumplida.