La misión del precursor
III domingo de Adviento / Evangelio: Lucas 3, 10-18
Nos encontramos en el tercer domingo de Adviento, y la Navidad está muy próxima. El Evangelio continúa con la relevancia de Juan Bautista, uno de los grandes protagonistas del Adviento, el precursor, el hombre que prepara el camino a la venida del Señor, el que lo va a reconocer en la multitud, lo va a presentar públicamente y lo va a avalar con su autoridad.
En el Evangelio de este domingo se distinguen dos partes. En primer lugar, presenta la conducta que pide Juan como preparación para la venida del Señor (Lc 3, 10-14). A raíz de su llamada al arrepentimiento (Lc 3, 4-5) se produce un diálogo para saber en qué se podían traducir sus palabras. Así, Juan anuncia a los tres tipos de personas que se dirigen a él (la gente, los publicanos y los soldados) las exigencias fundamentales de un camino auténtico de conversión. El Bautista pide ante todo compartir lo que se tiene, quitarse de encima lo que uno no precisa a favor de quien lo necesita. El precursor invita a ejercitar la justicia y a compartir los bienes, sin distorsionar ni aprovecharse de nadie. De este modo, Juan da consejos en el sentido de una justicia más recta y una mayor comunicación de bienes. No presenta la pobreza como un ideal sin más, sino que va más allá: propone el cumplimiento del mandato del amor al prójimo.
La segunda parte tiene un interés especial. Se centra en el anuncio del Mesías (Lc 3, 15-18). Juan quiere dar a entender que lo que está diciendo es solo preparación, porque él no es el Señor (cf. Jn 1, 20). Es lo contrario del nombre de Dios en la zarza ardiente («Yo soy el que soy», Ex 3,14), y de las afirmaciones de Jesús (como «yo soy el pan de vid», Jn 6, 35). Juan es «no soy». No es nadie. Solo es una voz que grita que deben esperar a Otro. De este modo, el Bautista presenta su verdadera identidad; es un siervo del Señor, que no es digno ni del servicio más humilde de los esclavos: el de desatar las correas de las sandalias de su amo.
Así, Juan explica que su bautismo no eleva al hombre a Dios, sino que simplemente lo sumerge en su propia verdad, en el agua de su límite y de su muerte, en su condición de criatura, esperando que venga el que es «más fuerte que él». Es Él el que sumergirá al hombre en el Espíritu Santo, en la vida misma de Dios. Así, el fuego de Dios (cf. Ml 3, 19-20; Is 66, 24) quemará todo mal en el hombre y lo purificará, llevándolo a la salvación.
En definitiva, el Evangelio de este domingo presenta la importancia del precursor, el que va por delante, pero no es todavía la última palabra. ¿No estamos llamados también todos los cristianos a ser precursores? ¿No es nuestra vida un intentar abrir caminos al que de verdad viene a salvar? El precursor va por delante, grita que viene Otro, que él no es el Mesías. Pero en algún momento tiene que volverse, ver el rostro de ese Otro, y con una alegría enorme señalarlo con el dedo y decir: «Ese es». Y los momentos de desánimo y desesperanza podrá recuperarlos desde un acto de fe profunda, contemplando ese rostro, que ciertamente vale la pena, porque es la verdadera esperanza.
Esa contemplación no es fácil. Son momentos de desierto y de oración. Cuando nos metemos en la meditación vienen tantas veces las tentaciones de desesperanza, de impaciencia, de prisa. Es la astucia del poder del mal. El desierto es la soledad, la cárcel, el hospital, la enfermedad; es el monasterio donde uno se aparta; son unos ejercicios espirituales donde uno busca el rostro de Dios para él. No olvidemos esa dosis de paciencia, que es la fortaleza en la espera, eliminando las dudas de esperanza, y continuando el camino emprendido. No nos creamos que a base de movimiento y de acción vamos a conquistar el mundo y vamos a apoderarnos de Dios –¡qué pecado tan terrible!–.
Celebremos el tercer domingo de Adviento, que es el domingo de gaudete, domingo de la alegría. No es el domingo de la euforia, sino del gozo y de la exultación ante la llegada del Señor. Toda la liturgia de este domingo es una invitación a la alegría (cf. So 3, 14-18) porque el Señor viene (cf. Flp 4, 4-7). Preparémonos bien para la Navidad, que está muy cerca. Busquemos acercarnos al Señor, porque solo el encuentro verdadero con Él transformará nuestra vida y producirá el gozo más auténtico y profundo. Porque la alegría nace cuando se cambia el corazón.
En aquel tiempo, la gente preguntaba a Juan: «¿Entonces, qué debemos hacer?». Él contestaba: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo».
Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: «Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros?». Él les contestó: «No exijáis más de lo establecido».
Unos soldados igualmente le preguntaban: «Y nosotros ¿qué debemos hacer?». Él les contestó: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga».
Como el pueblo estaba expectante, y todos se preguntaban en su interior sobre Juan si no sería el Mesías, Juan les respondió dirigiéndose a todos: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga». Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio.