«Cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante Él y le preguntó: Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna? Jesús le contestó: Ya sabes los mandamientos… Él replicó: Los he cumplido desde mi juventud. Jesús se quedó mirándolo con amor y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme. A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó triste, porque era muy rico»: así lo cuenta el evangelio de Marcos, y así es la triste experiencia de cuantos, deseando el infinito y teniéndolo ante los ojos, lo cambian por unas riquezas que, aun abarcando el mundo entero, llevan la marca del límite y la fecha de caducidad. Por el contrario, una vez que ese Infinito deseado nos ha salido al camino y nos ha mirado con un amor único, ¿cabe la más mínima felicidad verdadera, fuera de su seguimiento? Si el destino de la vida que desea todo corazón humano es la felicidad, y una felicidad verdadera, es decir, infinita y eterna, ¿cabe otra vocación, para cada hombre y mujer, que no sea el seguimiento de Cristo? He ahí el secreto de toda vocación –la vida humana, que no nos hemos dado a nosotros mismos, es por ello mismo vocación–, que es llamada, la que encierra esa mirada recogida por Marcos en su evangelio.
«En la mirada de Cristo, resplandor de la gloria del Padre –escribió Juan Pablo II, en la Exhortación apostólica Vita consecrata, de 1996–, se percibe la profundidad de un amor eterno e infinito que toca las raíces del ser. La persona, que se deja seducir por él, tiene que abandonar todo y seguirlo. Como Pablo, considera que todo lo demás es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús». Celebramos, este fin de semana, la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones; se entiende que son las de especial consagración: al sacerdocio y a la vida consagrada, ¿pero qué son éstas, sino una luz para todas las demás vocaciones, sean cuales fueren el estado, condición o circunstancia de vida? «La vida consagrada –sigue diciendo el Papa Juan Pablo II– es importante, precisamente, por su sobreabundancia de gratuidad y de amor, tanto más en un mundo que corre el riesgo de verse asfixiado en la confusión de lo efímero», que deja, ciertamente, vacío y seco el corazón. Por eso, en el Mensaje que nos dejó escrito para esta Jornada, Benedicto XVI se refiere especialmente a quienes se están abriendo a la vida en busca de esa mirada que la ilumine hasta el fondo, y dice así: «Deseo que los jóvenes, en medio de tantas propuestas superficiales y efímeras, sepan cultivar la atracción hacia los valores, las altas metas, las opciones radicales… siguiendo las huellas de Jesús. Queridos jóvenes, no tengáis miedo de seguirlo y de recorrer con intrepidez los exigentes senderos de la caridad y del compromiso generoso. Así seréis felices de servir, seréis testigos de aquel gozo que el mundo no puede dar, seréis llamas vivas de un amor infinito y eterno». Pues bien, de nada está más necesitado nuestro mundo que de esta llama luminosa, sin la cual todo se apaga y se muere, pues sólo Cristo es el único Esposo del alma incluso para la persona casada.
Lo dejó claro el Concilio Vaticano II, mostrando cómo las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada, lejos de apartarse del resto de la Humanidad, ¡la iluminan por entero! «La castidad por el reino de los cielos, que profesan los religiosos –afirma el Decreto conciliar Perfectae caritatis–, es signo peculiar de los bienes celestiales. Evocan así ellos ante todos los cristianos aquel maravilloso connubio instituido por Dios y que habrá de tener en el siglo futuro su plena manifestación, por el que la Iglesia tiene a Cristo como único Esposo». Hermosa luz sobre la vocación matrimonial, que es signo, ¡nada menos!, de la unión plena y total con Dios en que ha de consistir la vida eterna. ¿O acaso hay varón en el mundo, aun el más admirable, capaz de responder al deseo infinito del corazón de toda mujer; o mujer, aun la mejor del mundo, capaz de responder al deseo infinito de todo varón? «Caminan juntos –dirá en un bello poema sobre el amor humano Rainer María Rilke– hacia una plenitud de la que el otro es signo».
¿Y la vocación sacerdotal? Así la expresa el Vaticano II, en el Decreto Presbyterorum Ordinis: «Los presbíteros, por la virginidad o celibato conservado por el reino de los cielos, se consagran a Cristo de una forma nueva y exquisita, se unen a Él más fácilmente con un corazón indiviso… De esta forma, manifiestan delante de los hombres que quieren dedicarse al ministerio que se les ha confiado, es decir, de desposar a los fieles con un solo varón, y de presentarlos a Cristo como una virgen casta, y con ello evocan el misterioso matrimonio establecido por Dios, que ha de manifestarse plenamente en el futuro, por el que la Iglesia tiene a Cristo como Esposo único. Y se constituyen en señal viva de aquel mundo futuro, presente ya por la fe y por la caridad, en que los hijos de la Resurrección no tomarán maridos ni mujeres».
¡Cómo no rezar para que esta luz de toda vocación se incremente de día en día!